Con cierta mirada distante, pero no por eso menos cerca, la directora maneja el ritmo de rodaje. Sin altos en la voz y sin muestras de ansiedad, Julia Solomonoff, se mueve firme pero delicada en el set de su segundo largometraje, El último verano de la boyita, que ya terminó su primera semana de rodaje en la ciudad de Rosario y desde el lunes va por la segunda. “Abriguénlas que hace frío”, dice y dos asistentes corren a buscar camperas para cubrir a Guadalupe Alonso y María Clara Merendino, las dos protagonistas de la historia. Es que se hizo de noche y las niñas esperan que el director de fotografía prepare la cámara para registrar la última toma de una jornada que arrancó al mediodía y se extendió hasta la medianoche. Esta es la única escena nocturna que se graba en la ciudad de Rosario.
Casi con un plan de rodaje cumplido al pie de la letra el balance para la primera etapa de filmación, según la directora, es más que positivo. Aunque se nota el cansancio en las caras de todo el equipo también se refleja la satisfacción por sentir gran parte de la tarea cumplida.
Una vez que termine el rodaje en Rosario el viernes 15 de febrero, el equipo tiene programado trasladarse a la localidad de Urdinarrain, Entre Ríos, a tres horas de Rosario –donde se filmará cuatro semanas– y por último a Villa Gesell.
La locación principal elegida en la ciudad donde se lleva a cabo la filmación de la película está ubicada en José Ingenieros al 1700, pleno corazón de Arroyito, y la mayoría de los lugares que se convirtieron en set la semana pasada también pertenecen a la zona norte de la ciudad y a la vecina localidad de Granadero Baigorria.
Luego de la conmoción que generó el desembarco del camión repleto de equipos que está durante toda la jornada estacionado en esa cuadra los vecinos comenzaron a colaborar con el trabajo de los realizadores. Unos prestaron un lugar en el freezer para guardar un kilo de helado que debía formar parte de una escena, los niños del barrio se prestaron a guardar silencio entre toma y toma para que se terminara de grabar, los grandes se apostaron con sillones en la puerta para seguir desde afuera la filmación y también para aportar al control y la seguridad de cada objeto de trabajo ubicado en la vereda.
La filmación continuará toda la semana en el interior de esa vivienda y la última jornada está prevista para ser desarrollada en un espacio verde de la ciudad.
Como si se tratara de un nuevo llamado, desde hace unos años Solomonoff viene trabajando en este proyecto que no por azar cuenta como en su primer largo de ficción la historia de dos hermanas. Así, la directora rosarina que dejó la ciudad a los 19 años volvió a las callecitas de Arroyito y Alberdi para encontrar su infancia perdida y las relaciones de esos años.
Con la intención de retratar algunos de los recuerdos de aquellos tiempos vividos, la directora partió de la idea de no trabajar con niños con experiencia actoral. Más bien, se inclinó por la elección de niñas que no contaran con experiencia para poder aprovechar ese plus realista, natural y para nada histriónico.
El último verano de la boyita cuenta la historia de Jorgelina, una niña que vivirá un verano de cambios. Con sus padres terminando su matrimonio y su hermana ingresando en la adolescencia, Jorgelina pasará sus vacaciones entre la Boyita, una casa rodante de los años 70 instalada en el jardín de su casa, y un campo entrerriano. Allí se reencontrará con Mario, hijo de los peones, con quien descubrirá el amor. Luego de ese verano, Jorgelina no será la misma niña que pasaba sus veranos en la Boyita.
El personaje de Jorgelina está protagonizado por Guadalupe Alonso, y el de Luciana, la hermana, por María Clara Merendino, una niña rosarina de 12 años elegida entre más de 500 para trabajar en el papel. Las dos forman un equipo inseparable que se completa con la mirada protectora de María Laura Berch, coach actoral de las niñas. Con una botella de gaseosa en una mano y un par de duraznos en la otra, Berch se toma unos minutos aparte con las nenas para repasar la próxima escena y darles no sólo un refrigerio sino también un estímulo. “Estuvieron muy bien, pero lo vamos a repasar de nuevo”, dice Berch con un tono que enseguida amansa y contiene a las pequeñas.
Mientras tanto, la directora de arte le indica a los utileros que con un aerosol le apaguen el brillo a algunos objetos que relucen demasiado ante la cámara y el peluquero ajusta los últimos detalles en el cabello de las niñas que entre toma y toma juegan un poco hasta erizar las melenas.
Todo parece listo para terminar la jornada pero el sonidista murmura que hay un ruido que se mete en la toma. El silbato de un vigilante nocturno que circulaba en bicicleta por las calles de Arroyito había roto el silencio. Un ayudante de producción salió a su encuentro para pedirle un minuto de silencio y la grabación pudo continuar.



