Un presidente que le habla de política a un grupo de niños. Dos políticos que, deprimidos después de una derrota política, piden despolitizar un acto que, en rigor, siempre fue político. Una ex presidenta que les cuenta su historia de amor a militantes políticos.

Es la política. Es la política argentina. Escenificada, a lo largo de un mismo día, en un mismo lugar: Rosario.

Pero no es cualquier día. Es el Día de la Bandera. La fecha símbolo. El símbolo. Todos la misma bandera. 

Nadie quiere faltar. O nadie falta, que no es lo mismo. El acto hay que hacerlo y hay que estar. Lifschitz y Fein encabezan una ceremonia de siete minutos. Sin discursos. No se lo hubieran permitido en otro momento. Dicen que el problema es que los actos del Día de la Bandera se politizaron. Vaciar el acto fue, justamente, una decisión política. 

"Macri quiere estar en Rosario sí o sí", dice un concejal de Cambiemos. Macri viene, va a un club donde lo escucha un puñado de chicos. Pero él no le habla a los chicos. Porque Macri nunca le habla a los chicos -aunque alguna vez en el Monumento les hizo cantar el "sí se puede"-, ni a los obreros de las fábricas que va a visitar, ni a los habitantes de un barrio del Gran Buenos Aires donde inaugura cloacas.

Es, en realidad, como un programa de televisión. La política por televisión, redes sociales. Sin símbolos. Hace falta una escena, una cámara, y redes de comunicación. Si es el Día de la Bandera, se transmite desde Rosario. 

Macri no habla de Belgrano. Porque "no lo siente", lo justifica alguien. Habla de Moyano, porque lo necesita. Necesita un demonio. Es la política de los malos y los buenos. La grieta.

Sí se puede. Se puede combatir. A las "mafias", la entidad más mentada por el macrismo. Y a los que votan a "las mafias". 

Macri se va. En la puerta del club Ciclón cuatro tipos discuten y se agarran a trompadas. 

En el Salón Metropolitano la escena parece la de un acto político clásico. Pero no lo es. Cristina habla como si fuera cualquier escritora que presenta un libro. Un libro que cuenta su historia. Y una versión de la historia reciente de la Argentina. Pero a través suyo. De lo que le pasó a ella. De lo que hizo. O sea, con su sesgo.

Una mujer. Pero no cualquier mujer. Una ex presidenta. Habla de Belgrano porque es su prócer preferido y hasta se imagina como su amante. Habla de historia. También de amor, de los piropos de Néstor. Rodea una autocrítica, pero al final no se la permite. O no la siente.

Los que la escuchan allí, en el lugar, la aman. Y se lo hacen saber. Y ella, que se siente amada, está feliz, se la ve contenta, divertida. Cuenta "intimidades" porque, después de todo, nunca fue a terapia. Pero quién no necesita contar; contarse. Ella seguro que sí.

No habla de las elecciones, no explica qué va a hacer la fórmula Fernández-Fernández si llega al poder. Como si ya lo hubiera dicho -y escrito- todo. O como si fueran otros los que lo tuvieran que decir: Alberto, Axel. Así los nombra.

Desde su lado de la grieta, ahora el discurso es de amor y paz. Ya no es la buena señalando a los malos. Salvo por los medios, que siempre merecen que se les recuerde que son los culpables de casi todo. La crítica al gobierno es fuerte, claro, pero con palabras cuidadas. Con ironías y desparpajo.

No son tiempos de tensar la cuerda e ir por todo. Tanto que ahora ella es solo una candidata a vicepresidenta. Que no podrá dar ya discursos en cadena nacional, se ataja. Menos ahora, que está en una campaña que no parece ser campaña. Y descubrió que también se puede hacer política con un best seller.

No, no hubo un gran acto por el 20 de junio en el Monumento -aunque sí una fiesta popular sabrosa y diversa-, ese lugar donde se suelen escribir las páginas de la historia de Rosario. Pero qué intenso y extraño fue este Día de la Bandera. Tanto como la mismísima política argentina.