Hace años que Washington juega al ajedrez con Caracas. Y esta vez, en apariencia, movió la reina: buques de guerra en el Caribe, declaraciones incendiarias, acusaciones de narcoterrorismo. El relato suena a preludio de invasión, pero en realidad, la Casa Blanca está operando bajo un manual distinto.
¿Cuál es la verdadera maniobra detrás de estos movimientos?
Donald Trump activó un nuevo método para abordar el “problema Venezuela”. La estrategia no es tomar al país bolivariano con marines, sino desarmar la caja negra del chavismo: la compleja red que -según Estados Unidos- sostiene económicamente al régimen de Nicolás Maduro, donde convergen inteligencia militar, narcotráfico, petróleo y alianzas internacionales.
En 2020, durante la primera administración trumpista, Nicolás Maduro dejó de ser tratado como un jefe de Estado. La Justicia de Estados Unidos lo designó como responsable de narcoterrorismo y lo incluyó en la lista de individuos vinculados a organizaciones terroristas internacionales. Esta clasificación no es simbólica: convierte al líder venezolano en una figura ‘perseguible’ bajo casi cualquier jurisdicción global y habilita a Washington a desplegar mecanismos legales y militares excepcionales.
Pero el giro real se inició hace un mes, cuando el Departamento de Justicia norteamericano declaró al “Cártel de los Soles” como organización terrorista transnacional. De acuerdo con sus investigaciones, éste no es un cártel cualquiera. No responde a las lógicas verticalistas de Sinaloa o Medellín, sino a la estructura misma del Estado venezolano. Se conforma de manera más horizontal donde generales, ministros y operadores políticos tejen un sistema que combina exportación de cocaína, lavado de dinero y financiamiento de operaciones clandestinas.
Si bien se inicia en los noventa -y va tejiendo tentáculos en la primera década del 2000- es a partir 2013, cuando los Soles comienzan a diversificar sus operaciones. Además de tráfico de cocaína hacia Estados Unidos, Europa y Centroamérica, suman minería ilícita de oro y diamantes, contrabando de combustible y lavado de dinero mediante criptomonedas en exchanges offshore. A diferencia de los carteles clásicos, este ecosistema criminal depende del Estado: sin las Fuerzas Armadas no hay cártel. Y sin el cártel, el régimen no se financia.
No se trata solo de narcotráfico: se trata de poder, supervivencia y control geopolítico. Informes de la DEA 2023, estiman que el 75 por ciento de la cocaína que entró a Estados Unidos pasó en algún punto por rutas controladas por nodos del Cártel de los Soles.
Si bien la presencia de destructores y buques lanzamisiles frente a las costas venezolanas no significa invasión, es una enorme presión psicológica, disuasión estratégica y un mensaje directo a Maduro y sus aliados internacionales: La Habana, Moscú, Pekín y Teherán. La advertencia es “sabemos dónde están los hilos, y estamos dispuestos a cortarlos”.
Ahora bien, ¿por qué Estados Unidos no invadirá Venezuela? Se pueden encontrar rápidamente tres razones:
Primero, el costo. Un desembarco implicaría una guerra urbana en un país con alrededor de 30 millones de habitantes, un ejército aún cohesionado y milicias armadas y entrenadas para resistir. Washington no tiene estómago -ni presupuesto- para otra ocupación a la iraquí.
Segundo, el tablero regional. Una invasión abriría un frente diplomático insostenible: fracturaría la OEA, encendería las calles en América Latina y obligaría a socios estratégicos como Colombia, México y Brasil a asumir posiciones incómodas. Hoy, Washington prefiere alinear lealtades sin romperlas.
Tercero, la variable Rusia-China-Irán. Venezuela es un punto neurálgico de la geopolítica multipolar. Una acción militar directa podría activar represalias, desde sanciones financieras hasta operaciones encubiertas, y nadie en el Pentágono quiere abrir ese escenario.
Mientras tanto, Maduro hace lo que mejor sabe hacer: convierte la narrativa de Washington en combustible interno. Se presenta como víctima de una conspiración imperialista, refuerza su alianza con Moscú, estrecha la cooperación militar con Teherán y amplifica la retórica de resistencia bolivariana. Para el chavismo, los buques de guerra frente a La Guaira son oro propagandístico.
La región -dividida- tampoco ofrece un frente sólido: Ecuador, Argentina y Paraguay se alinearon con Washington inmediatamente. En tanto, Bolivia, Nicaragua y Cuba apuestan por sostener al régimen venezolano, aunque cada uno con matices y agendas propias. Pero hay muchos grises en países relevantes regionalmente como Brasil, México y Colombia.
La conclusión es incómoda pero clara: Estados Unidos no va a invadir, pero tampoco se va a retirar. Washington está apostando por una estrategia quirúrgica: asfixiar económicamente, fracturar internamente, judicializar internacionalmente. Sin desembarco, pero con presión máxima. La guerra, por ahora, no se libra con fusiles sino con sanciones, inteligencia y control de rutas.
Detrás de todo esto, hay un subtexto: cuando un país despliega bombarderos frente a las costas de otro, no es un juego de simulacros. Probablemente, no lo invada, salvo que las variables cambien. Y si cambian, lo harán rápido. En el medio, Latinoamérica se convierte -otra vez- en escenario de una vieja disputa: quién controla la historia, quién reparte el poder y quién dicta el rumbo.



