No, lo más significativo no fue el corte de cintas, a cargo de Susana Giménez y el intendente Miguel Lifschitz. Tampoco que la primera bola, arrojada por la diva, haya sido negro el 22. Ni que el gobernador Hermes Binner haya preferido faltar a la cita para no mostrarse en un ámbito demasiado frívolo para la moral socialista. Y mucho menos el caos que rodeó la ceremonia, algo al fin de cuentas lógico en una inauguración de tal magnitud. Cuando a las 22.25 -cinco minutos antes de lo previsto debido a la gran cantidad de gente que hacía cola- las puertas del City Center se abrieron al público quedó claro que la habilitación del casino tendrá un impacto enorme para la ciudad en general y sobre todo para esa barriada humilde que rodea esa gigantesca mole de luces y cemento que parece de otro mundo.

Asombro es la primera sensación que produce el casino. De afuera y de adentro. Todo brilla allí, en ese espacio colosal, donde abunda la tecnología y el lujo. Los mármoles, las alfombras, las máquinas de juego, los bares, los enormes salones, las tragamonedas, las ruletas son un paisaje desconocido en esa zona donde, con solo cruzar la calle, se ve el otro lado de la moneda: calles oscuras, con zanjas, donde viven familias de trabajadores que todavía no pueden creer lo que se levanta delante de sus narices.

Este jueves a la noche, después de tanto esperar, los habitantes de ese barrio que ya no será lo que fue desfilaban hacia el flamante casino. Adultos de manos curtidas y también chicos -que generaban la preocupación del personal de seguridad que tenía la misión de evitar que se filtraran en las salas de juego- quedaban estupefactos ante el panorama que se les abría apenas traspasaban la puerta de acceso del City Center y se topaban con negocios de alto nivel, escaleras mecánicas que suben y bajan hacia lugares sólo vistos en películas norteamericanas y las miles de máquinas tragamonedas, las ruletas, las mesas para juegos de naipes, los prolijos croupies y las celebridades a las que les pedían una foto.

El asombro, aunque no de la misma naturaleza, era compartido por los invitados especiales, más formales con sus trajes de marca ellos y sus vestidos largos ellas. Y también por muchísimos rosarinos que suelen ir a casinos en otros lugares, que no quisieron perderse la oportunidad histórica de jugar sus fichas por primera vez en su ciudad, y que tampoco habían visto nada igual.

Ya pasadas las 12 de la noche unos y otros seguían llegando, mientras los que habían arrancado temprano emprendían el viaje de regreso. Para eso primero debían sortear una salida complicada por la cantidad de autos que se agolpaba en esa zona de contrastes, donde peatones de vaquero y zapatillas convivían con mujeres de andar y vestir felino, que hartas de la espera que imponía el tránsito tomaban el desafío de caminar varios metros sobre sus altísimos tacos de equilibrista.

Al fin de cuentas, fueron miles las personas que pasaron este jueves que se convertía en viernes por esa mole de luces y cemento, cuya presencia -y no sólo física- es imposible que pase desapercibida. Los que iban, los que venían, los que jugaban, los que miraban, los que comían, los que tomaban, pueden tener una certeza: la noche recién empieza.