En la misma medida en que las distancias sociales (entre generaciones, entre género, entre profesionales y cliente…) y geográficas van disminuyendo (entre culturas y subculturas diversas…), las distancias psicológicas van aumentando. Este es el motivo principal por el que es necesaria una reforma radical de nuestro sistema educativo; debemos pasar de una escuela que nos acostumbraba a reconocer y respetar las distancias sociales como datos estables y aproblemáticos, a una escuela que instruye para gestionar, como recursos positivos, el obstáculo de las diferencias y los puntos de vistas distintos, a transformar en riqueza colectiva los imprevistos y los malentendidos que necesariamente proceden del encuentro entre los más extravagantes bagajes culturales y lingüísticos.

Este intercambio es, ante todo, un intercambio en la política de las emociones y concierne tanto a las personas que trabajan en la escuela como a sus estructuras organizativas.

Desde un punto de vista antropológico, el paso de un sistema de escuela centralizado y burocrático a uno basado en la autonomía de los proyectos y de la administración de las escuelas individuales y/o distritos educativos a nivel territorial corresponde al paso de un cierto clima moral e intelectual a otro; es un cambio de los estilos de convivencia, de las formas de ponerse en contacto; implica el paso de un tipo de escenario emocional que se respira y que, diariamente, se produce y reproduce en la escuela, a otro tipo de escenario emocional.

La danza de las relaciones sociales está cambiando y nosotros -también especialmente en la escuela (como han subrayado con fuerza en particular Muraru y Piussi)- tenemos que convertirnos en músicos y bailarines más sensibles a la música sincopada y a armónicos con polifonía. Me parece que un buen número de enseñantes y administradores están conscientes de que la cuestión de cómo instaurar en la escuela un clima moral e intelectual distinto, una política de emociones distintas, es la cuestión principal, la más delicada y decisiva. De ella deriva la posibilidad de afrontar todas las demás felizmente: la individualización, la flexibilidad, los nuevos criterios de evaluación, las relaciones con el territorio.

Pero, concretamente, ¿cómo se hace para afrontar desde el punto de vista de la política de las emociones el paso de una escuela burocrática a una escuela autónoma y descentralizada? Considero que el agotador debate, el evidente hablarse entre sordos y las tomas de posición defensivas que acompañan este proceso se deben principalmente a la persistencia de una epistemología de las emociones perversa y ultra simplificadora.

Debemos tener el coraje de afirmar que la guía del saber de las emociones no es la racionalidad, sino la sabiduría. Con las emociones se es genuinamente científico –como mostraron, entre otros, Gregory Bateson y Mary Catherine Bateson - solo en la medida en que se es (o al menos se intenta ser) genuinamente sabios. Y la sabiduría comienza reconociendo que se trata de un tema muy delicado y también muy peligroso (pero es más peligroso ahora no afrontarlo); que necesita avanzar decididamente, pero con mucha cautela y mucha humildad.

Debemos ser conscientes de que, habiendo sido educados nosotros mismos en el sistema todavía dominante, a menos nos faltan incluso las palabras para nombrar algunas emociones cruciales que sentimos. Estamos poco entrenados en los estilos narrativos adaptados a la complejidad y delicadeza del problema. Nos falta una epistemología dinámica, una epistemología de los sistemas abiertos que nos permitirían afrontar estas cuestiones de forma ligera, con humor gentil, necesario por su complejidad.

Me parece útil, para poner en marcha este tipo de reflexiones, tratar de especificar esquemáticamente dos escenarios: aquel en el cual nos movemos actualmente y aquel que querríamos llevar a cabo. Me detendré en particular sobre tres tipos de dinámicas emocionales que habría que aprender a conocer y gestionar en la construcción de un régimen de autonomía: 1) el paso de un ambiente que favorece y legitima la irritación por el protagonismo de iguales a otro que promueve el protagonismo; 2) el paso de un ambiente que justifica la repulsión hacia el control directo de los méritos del propio trabajo a otro que sabe usar este tipo de control como un recurso y una potenciación personal y colectiva; y 3) el paso de un ambiente que da por descontada la envidia recíproca, y está todo en tensión para mantenerla bajo control para que no se manifieste demasiado abiertamente, a un ambiente que promueve y favorece la expresión de la envidia benigna.

En el sistema al que estamos acostumbrados, el protagonismo es visto como algo moralmente despreciable. No solo los otros se sienten automáticamente no-protagonistas, sino que se infringe una regla moral: no se compete, estás traspasando los límites definidos por las relaciones jerárquicas. De las relaciones jerárquicas sabemos, grosso modo, qué podemos esperarnos, del protagonismo no. También, en este caso, falta una palabra capaz de recoger esta configuración emotiva.

En la realidad a la que estamos acostumbrados a esperarnos, es verdad que las propuestas innovadoras de administradores y colegas a menudo se ven como una forma de tocar las narices y difícilmente se traducen en una potenciación colectiva real. La actitud: estoy orgulloso de trabajar en esta escuela porque hay muchos colegas llenos de iniciativa que me potencian y de los que aprendo, es rara. De otro modo no existiría esta carrera por la jubilación anticipada.

El primer punto que quiero subrayar es este: cuando se habla de llevar a cabo concretamente una revolución del tipo que estamos hablando, que tiende a abandonar formas organizativas centralizadas y jerárquicas en favor de otras con democracia más directa y participativa, no hay, desde un punto de vista de la política de emociones, los “buenos” favorables y los “malos” contrarios. Todos somos contrarios. No solo contraponemos, todos, una buena dosis de rechazo y de resistencia a estos tipos de cambios, sino que tenemos razón para hacerlo.

Es crucial reconocer que no solo es natural sentir esas emociones en esta contingencia, sino que son emociones legítimas, fundadas, lógicas. Las emociones de resistencia, de rechazo de la reforma, son datos de conocimiento preciosos, que no debemos eliminar, sino acoger y escuchar. Nos dicen algo fundamental sobre mundos posibles a los que estamos acostumbradas y a los cuales, a pesar de las diferencias, estamos adaptadas. Nos dicen que cómo estamos acostumbradas a ponernos en contacto con los otros e, indirectamente no estamos acostumbradas a ponernos en contacto.

Es necesario tener en cuenta a las personas que oponen este tipo de resistencia al cambio (incluidos nosotros) como los mejores aliados de una reforma verdadera y radical, porque nos obligan a afrontar de verdad, y no superficialmente, los problemas reales que nos esperan. Nos obligan a imaginar y ensayar, a observar y narrar, también con una cierta (poética) minuciosidad, otros mundos posibles. Por tanto, cada vez que una voz (o un arranque emocional) plantea persistentemente este tipo de objeciones, la actitud justa es: “¿Cómo puedo escuchar/observar esta situación contingente para que la reacción expresada con esta emoción específica sea justificada?”. En cierto sentido las emociones se entienden solo si se dan sus razones.

En cambio, si descuidamos estas emociones, las consideramos marginales, el resultado será que funcionará de forma subterránea y sus buenas razones triunfarán. Nos encontraremos con todos los problemas nuevos de la escuela centralizada y personalizada más todos los antiguos defectos de la vieja burocracia. Y añoraremos el burócrata impersonal y lejano, que, aunque completamente privado de sensibilidad antropológica, al menos en “nuestra” aula y en las relaciones con “nuestros estudiantes”, nos dejaba en paz. Este es el primer punto.

Fuente: Tendencias 21