Damián Schwarzstein

El hombre marcha. Va hacia adelante. O al menos intenta hacerlo. Camina, corre, camina, corre. Y en el trayecto hay de todo: balas, paredes, ladrillos en las paredes, puertas, personas, mesas, sillas, saltos al vacío. Pero el hombre sigue, va hacia adelante. O al menos intenta hacerlo. Bajo el agua, contra el viento. Si se moja la camisa, se la saca y tiene otra. Como si fuera otra piel. El tipo corre. A toda velocidad.

Sobre ese hilo conductor –personificado por un maratonista de saco y corbata– , Fuerzabruta estructura un espectáculo, The Wayra Tour –que este martes tuvo su primera presentación en el Salón Metropolitano de Rosario y continuará hasta el 3 de junio (ese día hay incluso una función a las 16.30 pensada para que vayan familias)–, en el que tantó física como metafóricamente, el foco está puesto en romper las estructuras.

Hay teatro sin escenario, danza que desafía la ley de gravedad, movimiento en el aire como si fuera el suelo. Hay baile, gritos, agua. Euforia. Amor y desamor. También la poesía de los cuerpos que dibujan en el agua. Todo con un despliegue escénico, físico, tecnológico, energético mayúsculos. Si en esa hora y media hay un relato sobre la vida, es la vida al palo. Una vida festiva pese a todo. ¿Pero hay un relato sobre la vida? ¿Hay algún tipo de mensaje? ¿Por qué debería haberlo? 

Lo que definitivamente no hay, apenas si se percibe como una sensación lejana, es calma. Si en algún momento aparece una sensación de quietud, es sólo eso, una sensación. Porque se está preparando un nuevo estallido, una nueva explosión. Es la calma chicha que antecede a la tormenta.

La tormenta tiene muchas formas y muchos abordajes. Está la música, con la casi omnipresencia del frenético grupo de tambores y voces. Están los colores, alimentados por un trabajo de iluminación notable. Y están los cuerpos, que desafían límites. Físicos y culturales.

Los actores vuelan, corren en el aire. Son muchos que se vuelven uno y es uno que se vuelve muchos. Pero también está el agua. Seis chicas bailan sobre dos piletones transparentes. Y construyen imágenes bellas, por momentos psicodélicas. Los piletones suben y bajan. Y las chicas van, vienen, se revuelcan, y se tiran de panza sobre un público que las quiere tocar, pero no, sólo toca plástico y se sorprende de sus rostros desbocados.

Y, claro, está el suelo, el piso, la tierra. Allí, hay cientos de corredores, de maratonistas que dejaron por un rato el saco y la corbata, que por esta hora y media no corren contra el viento, y bailan incluso si llueve. Que disfrutan todo, que hasta piden que los actores les partan en la cabeza unas cajas de cartulina rellenas con papel picado. Por momentos parece que lo viven como si estuvieran en esos juegos recreativos de los cruceros, o en una carrera de embolsados en la fiesta del jardín del hijo. Maratonistas de saco que se atan la corbata en la cabeza y se prenden al trencito con el pepepepé. ¿Y qué tiene de malo? ¿Acaso no son también esos momentos felices?

Pero entonces aparece la última sorpresa. Porque al fin de cuentas esto no es un baile común, una fiesta cualquiera. Y para grupo de recreación, Fuerzabruta es demasiado poético y sofisticado. El Salón Metropolitano se convierte en una enorme burbuja gracias a un gigantesco plástico transparente y unas máquinas que lo inflan en base a aire. Hay un abajo y un arriba. Arriba, claro, están los actores. Que bajan y se llevan a unos pocos afortunados a dar una vuelta, un vuelo, una caminata por las nubes. Se ve que van livianos, muy contentos.

La verdad es que da envidia. Volar es un privilegio y, evidentemente, se parece demasiado a la felicidad. Después de todo, mañana es otro día de miércoles. Y habrá que caminar, correr, caminar. Intentar ir hacia adelante, como lo hace el maratonista de saco y corbata de Fuerzabruta. A toda velocidad.