El anuncio del acto era para las 11 y la gente empezó a llegar bastante tiempo antes. Desde temprano, el templo evangelista comenzó a mostrar una fisonomía extraña. Esta vez, muchos de los que llegaban al lugar lo hacían con banderas, pancartas o con las manos vacías pero con ánimos de presenciar algo que poco tenía que ver con una misa.

 

El presidente Kirchner llegaba a Rosario a ocho meses de su última visita, y la cuadra de Provincias Unidas al 2000 –y dos para un lado y dos para el otro– mostraban un movimiento poco común, con policías, inspectores de tránsito, pancartas de bienvenida por todos lados y colectivos que ocupaban varios metros del estacionamiento en el cordón. También había otros vehículos que sólo pasaban pero que iban dejando numerosos puñados de gente en la calle.

 

Hasta malabaristas callejeros se hicieron presentes para entretener al público que, de a poco, hacía su ingreso al salón.

 

Los vendedores de banderitas argentinas –de las tradicionales y de las que tienen leyendas políticas– tampoco faltaron, pero las ventas estuvieron más que flojas pese a su módico precio de dos pesos.

 

Es que los partidarios más ruidosos, se sabe, llevan su bandera desde casa. Y el resto de la gente, lo único que quería era ver al presidente. Adentro, las dos tribunas del salón se llenaron casi al instante y el sonar de los bombos –vedettes de todo acto político– no cesó en ningún momento.

 

Kirchner se hacía rogar, y algunos se amontonaban a la vuelta del templo, en la esquina de Ituazaingó y Bolivia, donde un vallado especial dejaba claro que por allí entraría al recinto el primer mandatario.

 

Mientras tanto, la voz en off del salón reiteraba cuatro pedidos con poco éxito: apagar los cigarrilos –sí, por la ley antipucho–, no saltar en las tribunas de madera por cuestiones de seguridad, no golpear los paneles del techo –en algunos sectores los terminaron rompiendo– y bajar las banderas cuando comenzara la ceremonia, cosa que, obviamente, luego no sucedió.

 

Cuando largó el acto todo transcurrió con total normalidad. Agustín Rossi fue el único de todo el palco que tuvo "hinchada propia" en la tribuna. El Chivo los saludó con el brazo en alto apenas entró.

 

Tras la simbólica entrega de las llaves para los habitantes del nuevo barrio El Eucaliptal –a no olvidar que era esta la excusa de la visita presidencial– y de los tres discursos (Lifschitz-Obeid-Kirchner, en ese orden), la función llegó a su fin y la gente despejó rápidamente la zona del templo.

 

Salvo algunos curiosos que, como siempre ocurre, intentaron acercarse al presidente, que se retiró en medio de una total desorganización, rodeado de gente y periodistas, donde también hubo algún que otro que aprovechó para meter mano en algún bosillo ajeno y hacerse el día. Después, el personal de limpieza hizo lo suyo y el templo volvió a ser templo.