No se hablaba de otra cosa. La mañana de este jueves se podía comparar tranquilamente a la de un lunes que le sigue a un clásico entre Newell´s y Central. Claro que el tema no era tan ameno y no había vencedores ni vencidos. Nadie cargaba a nadie: con la pedrada perdieron todos.

"En mi casa me rompió ocho vidrios… ¡Ocho vidrios!", se lamentaba alguien en alguna charla mientras, caminando o detenidos, todos miraban más para arriba que para adelante. Nadie se cansaba de observar uno y otro edificio, uno y otro cartel, una y otra vidriera azotada o directamente destruida por el granizo del día anterior.

Por la peatonal parecía que habían pasado los muchachos de Bin Laden. Áreas cercadas; particulares y empleados municipales todavía barriendo vidrios, ramas y algún que otro resto de mampostería; ruido de cristales de quienes terminaban de romper los restos en las ventanas para dar lugar al vidriero y al vidrio nuevo, que sabe Dios cuánto demorará en llegar.

También comerciantes colgados de los aleros retirando los resabios de los carteles, que, desfigurados, armaban palabras que nada tenían que ver con el nombre de sus negocios. Y oficinistas de traje hablando por su celular, pero de boca de nadie se escuchaba la orden para alguna transferencia bancaria sino un comentario del tamaño de las piedras que se acumularon en el patio de su casa.

Así comenzó el día después. Deberán pasar varias horas para que la ciudad retome su fisonomía habitual.