Desde el retorno a la democracia se ha instalado una tendencia que se inició con el sillón vacío en el programa de Bernardo Neustadt. En aquella oportunidad el candidato Angeloz (UCR) convocaba a Menem (PJ) a un debate público en un programa televisivo de gran audiencia, en su momento. El sillón quedó vacío, Menem nunca lo ocupó y los resultados electorales le dieron la razón.
Desde ese momento un candidato que lleva la delantera en las encuestas no tiene ninguna motivación por debatir públicamente. Su evaluación en términos electorales lo lleva a sopesar mucho más los efectos negativos para su campaña que los positivos, indudablemente, para la democracia.
Una democracia sin debate
Pocas han sido las experiencias de candidatos que debatieran públicamente durante una campaña electoral, y las más destacadas han ocurrido en la ciudad de Buenos Aires. Una democracia en la que no se debate es una democracia débil, en la que se construye ciudadanía de sordos, donde las ideas tienen poca importancia y los programas de gobierno son irrelevantes o inexistentes.
¿No sería instructivo para el electorado escuchar los argumentos de Binner para la reforma constitucional en Santa Fe, y de inmediato escuchar a Bielsa refutar o convalidar estos argumentos?
O presenciar un debate sobre la Autonomía Municipal, que conceptualmente es tan amplia que dos candidatos pueden proponerla y en la práctica resultar iniciativas diametralmente opuestas. No es lo mismo que Rosario se haga cargo de las fuerzas de seguridad con un presupuesto dado a que lo tenga que hacer con su propio presupuesto.
Estas cuestiones tienen su correlato con la resolución de conflictos y problemas que a los ciudadanos se nos presentan todos los días. Por ejemplo, la manifestación que ocupa la Plaza San Martín ya hace varios días, que generó cierta confusión entre ciudadanos y periodistas en cuanto a quién debía resolver el conflicto, o el caso del corte de la avenida Circunvalación, hace unas semanas, podrían ser abordados con mayor responsabilidad por el municipio si tuviera la competencia para resolverlo.
Y otros tantos temas podríamos imaginarnos que se debatan, pero por ahora sólo podemos imaginarnos un debate y nada más.
Debates de este tenor dotarían a los ciudadanos de una idea más cabal sobre su percepción acerca de la oferta de candidatos a gobernador.
En definitiva una democracia sin debate es una democracia que al menos crece con más dificultades. Si los candidatos son capaces, no esconden nada, tienen ideas claras, son hábiles con los medios, cumplen con todas las aptitudes para ser candidatos y quieren contribuir a reforzar los valores de la democracia, deberían debatir públicamente.
De otra manera la competencia electoral se transforma en una simulación por la lucha política donde las apariencias son lo más preciado para ciudadanos que en última instancia definen sus votos de acuerdo a sus íntimas percepciones y creencias.