Este mundo moderno ha roto los límites de los senderos necesarios que cada uno deberíamos transitar para no molestar, lastimar o interrumpir la vida del otro.

Al niño lo enviamos a la escuela donde tratan de complementar en un todo la educación que supuestamente traen de los hogares, remarcando esos límites. Lo que se puede y lo que no, está reforzado por los educadores con toda habilidad.

¿Y qué es lo que se puede y qué no? ¿Quién posee esas respuestas?

En el hogar que logró constituirse medianamente bien, los padres. En los colegios, los profesores y maestros. Podríamos decir que el niño de alrededor de doce años termina la escuela primaria cargado de valores. Canta el Himno Nacional, la canción de la Bandera, se estremece si le toca izarla, tiembla de emoción si es elegido el “mejor compañero”. Ha aprendido a jugar en sanos recreos inigualables, a compartir la compu escolar, a respetar, a ser respetado. A disfrutar su actividad de niño y reír con la risa cantarina y espontánea propia de su edad.

No parece esa etapa, aún en los más humildes, la que transgrede  límites de convivencia, en general.

Algo comienza a suceder en la pubertad. El joven se conecta con el medio con algo de madurez, observa con detenimiento y asombro y comienza a criticar. Lo imperfecto no le gusta. La sociedad no lo satisface. No se le escapan las noticias televisivas de asaltos, robos, muertes, accidentes, violaciones y no le gusta. Comienza a temer. A cuidarse de que no le roben, de que no lo inciten a beber o drogarse, de que no lo agredan a la salida de un boliche o de la escuela. Trata de seguir por ese sendero bastante bien señalizado durante la primaria. A su lado está el compañero que bebe demasiado y lo tiene que llevar a su casa para que no duerma en la calle. Pero el compañero reincide. Se angustia por él. También está la amiga tonta que tiene relaciones sexuales incontroladas con varios “parteners”, quiere disuadirla, le explica que por allí no, que “no le conviene”.

Porque sabe que aunque no lo pidan, se escuchan sus gritos de socorro, para que se eliminen las causas que los llevan a transgredir sus conductas. Se les nota en sus ojos, en su desesperación.

Recuerda la cuestión de límites que aprendió. Son los que hablan de moral, de vida digna. Costó lograrlos, ahora no conviene abandonarlos.

Se enoja con los mayores, ¿cómo permiten estas barbaridades?¿Acaso no eran estos los adultos en los que tanto confiaba de niño?

Los escucha hablar de un pasado mejor, de dignidad, respeto, valores profundos, y les pregunta ¿por qué no los supieron mantener?

Ha descubierto la falla de los adultos que transitaron su juventud en una sociedad sin dudas corregible, pero evidentemente más sana.

Y más importante aún, ¿qué hacer? ¿Quedarse quieto viendo a la corrupción proliferar y amenazar con ganarle a la decencia?

Reflexiona. Han cambiado los senderos. El hombre que antes era manso y no molestaba, hoy por manso es cómplice. Cambió de lugar, transita por mal camino. Está en el que no corresponde porque ayuda al triunfo de los malos. Debe cruzar terribles líneas de cambio a las que no estaba acostumbrado para poder seguir por ese sendero que no pisotee los límites del otro y los propios. ¿No será  hora de que despierten, que digan no quiero más de lo mismo, han pisado mi jardín con mi permiso, lo han plagado de espinas ante mis ojos, y yo sin hacer nada? Probablemente no sea fácil, si hasta dan la sensación de haber bajado los brazos.

Nuestro joven quiere cambiar el mundo, y lo quiere cambiar para encauzarlo simplemente por donde veníamos nosotros.

Descubre que con algunas personas no se puede hablar de cambios. Demasiado inmersas en su propia y triste existencia, tratando de cuidar su pequeña quinta sin ver el resto del suelo que habita. Pero no renuncia, ¿acaso no queda nadie en quien confiar para sumar y arremeter contra la barbarie?

Poner límites, decir esto no, esto sí, tan útil cuando eran niños.

Como está haciendo el Senado de la Nación en estos días decisivos del quehacer nacional.

Como está haciendo el pueblo en un clamor unánime tan fuerte que va a terminar llegando a los oídos más necios.

Como hacen los pocos políticos decentes.

Como hacen las personas que sin estar enfermas luchan en diferentes ONG, que ayudan en los comedores, a los ancianos, en organizaciones sin fines de lucro, con el único objetivo de vivir desde su piel para afuera en un contacto total con el mundo que los rodea.

El joven sano que no desvió el rumbo, quiere cambiar para bien, no se resigna porque es joven de edad.

El otro, el adulto que conserva esa juventud en sus entrañas, se sumará al joven y se retomará la puesta de límites a la barbarie.

Se rearmará el sendero por el que viajaremos nuevamente los humanos. No tengo dudas de ello.

Marcaremos, de la mano de esa juventud contagiosa, el camino necesario, para que los valores vuelvan a reinar en esta sociedad, dejando bien señalada la estela por la cual se deberá avanzar.

Hay mucho por hacer, debemos interrogarnos lo que nos corresponde.

Ha llegado la hora de comenzar porque tenemos una deuda con nuestros descendientes.

Cada uno desde su puesto de trabajo, desde su espacio social, desde su propia moral, deberá levantar de a poco sus doloridos brazos, bajados por la artrosis del tiempo, para que nuestros jóvenes tomen el ejemplo y sepan que se puede, que no es fácil, pero tampoco imposible.

Por nosotros, por nuestra prosperidad y por todas las generaciones futuras que habitarán nuestro suelo argentino.
 


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