Damián Schwarzstein

Miedo. A que te roben. A que te defiendan del robo. A los que andan en moto. A los que usan gorrita. A los que se dejan el pelo largo. A los que se pelan. A los que se ponen aritos. A los que te miran a los ojos. Y a los que no.


Miedo a los ladrones. Y a los que te cuidan de los ladrones. Miedo al gobierno, a la policía, a los agentes de tránsito. A la GUM no; es inofensiva. 

Miedo a los vecinos. Y a los vecinos de los vecinos, esos que no son de acá, ¿viste? Miedo a la turba asesina. A la que comenta por Facebook, a la que pasó de las palabras a los hechos. Miedo a los indignados, llenos de veneno y, por supuesto, de miedo.

Miedo a que te pise un colectivo. A que te choquen. A que en una discusión de tránsito alguien saque un arma. A pasar cerca de la villa. Al piquete. A llegar tarde, porque yo trabajo, pago mis impuestos, no vivo de un plan social. Miedo a alguna vez tener que pedir un plan social. Al granizo.

Miedo a que suba el dólar. O a que baje, ya no sé. A no poder pagar la cuota del auto, o del televisor Smart, pantalla plana, porque viene el Mundial y no es cuestión de verlo así nomás, como si jugaran Arsenal y All Boys. 

Miedo a los cuidacoches. A los que te limpian el vidrio en lo semáforos. A los que hacen malabares no, esos dan risa; pobres los padres: yo si tengo un hijo así... A que te descalifiquen.

Miedo a ir a la cancha, a que tu hijo salga de noche, a los que fuman un porrito en la esquina aunque en realidad sean incapaces de matar una mosca. A los que cantan. A los que son felices. A los boludos. A que te tomen de boludo. Al cuco. 

Vivimos la era del miedo. El miedo separa, fragmenta. Nos aleja del otro; lo pone en forma permanente en un lugar de sospecha. Despierta lo peor de cada uno, y del conjunto. El miedo es padre del odio. Lleva al fracaso, a la frustración. Porque paraliza. El miedo impide hacer, no construye. Y mata: probablemente al temido; seguro al que teme. 

A la vez, el miedo es inherente al ser humano. Es parte de su propia naturaleza. Y está bien, porque además de todo lo malo que trae, es protectivo. La fórmula sería: ni temerosos ni temerarios. 

¿Cómo hacer ahora, que el miedo parece invadir todo en esta bendita ciudad y pone como nunca antes en cuestión la convivencia de sus habitantes? ¿Cómo rehumanizar la relación entre los diferentes individuos y grupos de individuos que componen esta sociedad en estado de colapso? 

Al miedo se lo vence -o en realidad se lo domina- asumiéndolo y afrontándolo. El que lo sufrió de chico, por ejemplo con insomnio, lo sabe: nunca es un proceso simple ni rápido. Mucho más complejo si hablamos ya no de una persona sino de miles y miles a las que, además, la vida cotidiana les da nuevos motivos para temer. 

El Estado debe estar allí para generar protección, para contener, ser árbitro, castigar cuando es necesario. Pero también para iniciar un nuevo camino. Hay que trazar estrategias, aunque parezcan nimias o insignificantes. Pero sin olvidar que en la desigualdad, el gran tema de estos tiempos, está el meollo de la cuestión. 

Volver a confiar en el otro, recuperar espacios, respetar normas, no dejarse llevar por impulsos, son cuestiones básicas para construir una convivencia medianamente civilizada. Garantizar que todos puedan satisfacer sus necesidades básicas también.