Sabrina Ferrarese
Susana Trimarco es muchas cosas. Es abuela, dirige una fundación, rescata a mujeres a las que obligan a prostituirse, desafía a jueces y policías y enfrenta a una sociedad patriarcal y feudal. Pero, sobre todo, es la mamá de María de los Ángeles Verón, a quien busca afanosamente desde su desaparición en 2002.
"No me voy a callar nunca", me dijo al oído cuando nos saludamos. Y le creo fervientemente. Si algo hace con insistencia esta mujer es hablar. El miércoles pasado la pude conocer personalmente en el marco de una jornada para periodistas sobre la temática, que organizó la Universidad Nacional de Rosario y la propia Fundación María de los Ángeles Verón. Lo comprobé, es imparable.
Sonríe muy poco. Susana mantiene un ceño fruncido constante debajo del flequillo negro lacio. Mueve mucho las manos, de uñas rojas impecables. Se le nota la coquetería en sus botitas de taco alto. Suma prolijidad que la define imperturbable, como si los años y los kilómetros, la injusticia y la ausencia por 12 años de esa vida tan preciada para ella, no hubieran dejado huella. O sí.
Las marcas de Trimarco se escriben en la historia. Su lucha por la aparición con vida de su hija la enfrentó con un poder corrupto, con verdaderos delincuentes, con sus propias fuerzas. Y sin embargo, en medio de la peor desolación que puede significar la pérdida de un hijo, supo construir, revelar, descorrer, interpelar, rescatar, devolver.
“A mí no me gusta esta vida que llevo. Yo quiero la vida que tenía con mi hija, mi nieta y mi marido en Tucumán”, se sincera. Pero enseguida enseña el corazón: “Yo vivo para esto. Desde que me levanto hasta que me acuesto busco a Marita. Yo a esto no lo elegí pero de esta triste experiencia que me tocó vivir saco fuerza para rescatar a otras chicas”, repite como un rezo.
¿Qué extrañará más de su hija? ¿Algún olor, un gesto suyo muy particular? ¿Su voz, su abrazo? Susana mencionó que cuando ve la foto de María de los Ángeles sonriente se renuevan sus ansias de Justicia y el miedo desaparece. Lo cuenta sorprendida, como si esta heroína en la que se ha convertido, no fuese ella. Eso es lo que aseguró, que no entiende qué le pasa en el cuerpo cuando se para ante los jueces y los policías. Qué misterioso poder la envuelve cuando piensa en Marita, en su destino, en su presente. Una transformación ineludible, como si creciera varios metros de la tierra.
Y así, Susana siente que este deambular es parte de su destino en la vida. De ama de casa tucumana a mujer sin fronteras. Porque si algo supo hacer en estos años es franquear los límites físicos y con ellos, los simbólicos. Su nombre es un interrogante de lo instaurado, un gran signo de preguntas que interpela modos de vida que parecían inamovibles, formas de organización social que se suponían para siempre. Que los poderosos tienen banca eterna, que las mujeres son de la casa, el marido y de quienes las sometan, que la Justicia es para pocos.
Creyente fervorosa, descansa su alma en otra misericordia, en aquella que se conmueva de verdad con su búsqueda incesante, muchas veces a oscuras y en soledad. Ella lo sabe bien aunque asegura que se lo dijo “Néstor”: “Es usted Susana quien va a encontrar a su hija. El Estado puede hacer mucho por ayudarle pero depende sólo de usted”.
Ojalá no se calle nunca jamás.