El asombro es infinito...
Aquellos que como yo transitaban su juventud sobre las ruedas de un bullicioso tranvía que demoraba 30 minutos en hacer un recorrido de 20 ó 25 cuadras, seguro que deben tener “conflictos de base” en las relaciones con sus nietos y algunos de sus hijos pertenecientes a la nueva, rapidísima, computarizada generación, que incluye tantos cambios que por mucho que nos esforcemos seguro no terminaremos de entender.

Desde que el lechero nos dejaba en nuestra casa la casi humeante leche en un jarro todos los días, el hielero una barra en la puerta que había que recoger antes que se derritiera, y el cobrador de la luz nos visitaba con una sonrisa cada mes, siento que han pasado mil años.

Sin embargo estoy, y me veo linda, no soy anciana, razono bien y no entiendo muchísimas cosas.
¿Cuándo ocurrió todo este cambio?

Si vamos para adelante, ¿no sería conveniente detenernos un poquito para ver si lo estamos haciendo por el camino correcto?

¿Qué hemos hecho con estos jóvenes nuestros, los niños de ayer?

Me refiero a los que atienden el teléfono en grandes institutos de detección de enfermedades, reparticiones públicas, servidores de Internet, compañías de teléfonos fijos y celulares, EPE, etc., creo que deben haber ido a la misma universidad, con los mismos profesores que a su vez siguieron programas idénticos porque los “veo” a todos iguales.

Suena el teléfono. Después de que una voz grabada nos hace apretar diferentes números para acceder a distintas opciones, viene la música, cansadora, eterna. El tema suele ser bueno, su repetición insoportable.

Y cuando atienden, responden tan rápido que seguramente ya sabían nuestra pregunta y sino nos derivan a otro compañero “robot” que está en alguna parte de la Argentina y que con un acento bien lugareño nos deriva a otro, música en el medio.

Algunos no han sido buenos alumnos porque nos dan información contradictoria. Debe ser según el día y la hora que uno llama. ¡Las cosas cambian tan rápido!

Comienzan diciendo… “buenas tardes mi nombre es tal, ¿en qué lo puedo ayudar?” (casi ninguno tiene apellido) y a continuación nos explican incluyendo palabras en inglés lo que ni siquiera entendemos en castellano y cada frase la terminan con un “¿si?”, o un “¿OK?”.

Y cuando alguno de nosotros, furioso porque paga con muchos sacrificios servicios mal brindados, o esperas insoportables, se dirige a ellos de muy mala manera, contestan con el mejor de los buenos modos y hasta se me ocurre que con una sonrisa.

¡Ninguno se enoja!

Los han aleccionado como si pertenecieran a alguna “secta” que anula sus capacidades de pensar, responder, sentir.

Y concluyen el programado diálogo con un “gracias por comunicarse con nosotros”, que en realidad suena como una bofetada a nuestra dignidad.

¿Quién transformó a estos jóvenes en autómatas, que ni siquiera responden solicitando respeto?
¿Son nuestros nietos? ¿Quién los convirtió en robots?


La realidad me supera. Siento el enorme peso de mi impotencia. Quisiera que alguien me dijera si debemos seguir contemplando estas “modernidades” malignas sin hacer nada o si aún es tiempo de concientizar a nuestros amados hijos. ¿Seguimos viviendo mirando para un costado dejando que la vida nos pase por encima?