Hernán Funes

Viajar al Machu Picchu es una meta iconográfica entre los amantes de las motos. Así como cruzar la Argentina por la ruta 40 o ir a Usuahia, llegar hasta la mítica localidad del sur de Perú que data del siglo XV se asemeja a un sueño cumplido.

Es el caso de Gonzalo Fernández Bruera y José Parera, dos rosarinos de 52 y 53 años respectivamente, que acaban de cubrir íntegramente en dos ruedas los 6.850 kilómetros de ida y vuelta que hay entre Rosario y la antigua localidad incaica que es Patrimonio de la Humanidad.

Planearon el viaje durante todo el 2012 y acaban de retornar a su vida cotidiana tras la gran aventura. Fernández Bruera es médico pediatra del Sanatorio de La Mujer y del Hospital de Ñinos Víctor J.Vilela y emprendió el viaje en una Kawasaki Versys 650 bicilíndrica. Parera, arquitecto, tiene su estudio en forma independiente y fue en su Kawasaki KLR monocilíndrica, un vehículo todoterreno.

Los dos aseguran que viajar en moto es una elección de vida, y que las sensaciones son indescriptibles. Para ellos, devorar kilómetros al costado del mar o sobre la cordillera se parece y mucho a volar.

“Este viaje surge en mayo de 2012, ahí surge el proyecto. Bah, proyecto, fue un mensaje de texto”, dice entre risas Fernández Bruera. Demoraron casi un año en la minuciosa planificación. “Cuando uno plantea de ir al Machu Picchu en moto, los hombres te dicen «qué bueno», y las mujeres, «¿por qué no te vas en avión?»”, cuenta.

Cuando la idea nació era cinco los que iban a participar, pero por distintas cuestiones viajaron dos. Son los mismos que habitualmente se reúnen con grupos de motos y que años atrás compartieron una travesía en kayak entre ballenas en Puerto Madryn.

Parera tuvo moto “desde muy chico” y la usa todos los días de su vida. “Pero nunca había viajado más de 100 kilómetros”, contó. “Siempre tuve la obsesión o el sueño de hacer un viaje un poco más largo y elegimos el ideal del tipo que viaja en moto. En América, ese ideal es ir a Machu Picchu”, agregó.

Fernández Bruera, por su parte, ya había realizado otros tramos en moto, pero nunca uno tan extenso. Córdoba, San Luis, Diamante o Necochea figuraban entre sus antecedentes, pero ahora la prueba era mayor. Por eso, planificaron cada detalle.

“Siempre hay que ver hasta donde se llega. No te puede agarrar la noche en la ruta. Es peligroso, hace frío. Hay animales, poca visibilidad. Hay que regular y ver hasta donde llegás. Un accidente en moto no es lo mismo que en auto. Ni siquiera pinchar una rueda”, dice el médico.

Recorrieron las rutas a un promedio de 120 kilómetros por hora. Devoraron los caminos por al menos seis horas diarias, y cada una de las 17 noches que duró la travesía durmieron en un lugar diferente.

“Fundamentalmente, buscábamos dónde dejar las motos bien guardadas. Llevamos bolsas de dormir, pero no tuvimos necesidad de usarlas. Fuimos a hoteles o albergues de una, dos o hasta tres estrellas”, explican.

Una travesía por lugares sensacionales

Fernández Bruera, casado y padre de cuatro hijos, y Parera, casado y papá de dos, salieron del país por el paso internacional La Quiaca-Villazón. Entonces, atravesaron Bolivia pasando por Potosí y La Paz, y cruzaron a Perú a través de Copacabana, ladera del lago Titicaca.

Desde allí fueron hasta Puno, la primera localidad peruana. Entonces, pasaron a Cuzco, Valle Sagrado y, finalmente, llegaron al Machu Picchu.

Pero su arribo a la legendaria localidad que se encuentra a 2.438 del mar fue casi una excusa. Al menos, así se desprende de su relato. “Por decirlo románticamente, todo es un permanente llegar y  un permanente volver. La emoción es la emoción del ir. Uno está siempre llegando un lugar. Yo no voy a Cuzco y al Machu Picchu, yo voy llegando siempre a un lugar”, cuenta Fernández Bruera.

Dice Parera: “El viaje de por sí era todos los días una especie de logro, conquista o satisfacciones”.

El regreso fue por Arequipa, Tacna y Arica, cuando pasaron a Chile, cruzando el desierto de Atacama. “No había nada ni nadie. Le tuvimos miedo a la autonomía”, dicen. El premio, tras el riesgo, fue llegar a Iquique, una ciudad portuaria espléndida. “Es totalmente recomendable para ir en moto, auto o patineta. Viajás unos 230 kilómetros entre la cordillera y el mar”, cuentan a coro.

“Es el momento que más me emocioné, casi al borde de las lágrimas. Es mágico”, agrega Fernández Bruera.
Después siguieron hasta Tocopilla, San Pedro de Atacama, otra vez por el desierto. Así lo describen: “Con un lápiz trazaron 110 kilómetros hasta la primera curva. Estábamos rodeados de montañas, pero en línea recta”.

La meta siguiente fue el paso de Jama, en los cinco metros de altura que les proponía el cruce cordillerano para reingresar a la Argentina desde el país trasandino. “Hacía frío, mucho frío”, aseguran.

Para el esperado reencuentro con sus familias, tomaron otra vez Purmamarca, la ruta 155, y se acercaron a la Cuna de la Bandera por el lado de Córdoba.

Satisfacciones y adversidades

En su “permanente llegar”, como ellos describen el viaje por las metas que se propusieron para cada día, disfrutaron tanto de los buenos momentos como de poder dejar atrás los no tan buenos. Prefieren mantenerlo “a un costado”, pero solo en la ida sufrieron un asalto en Tucumán. Según ellos mismos, lo valorables es que pudieron seguir adelante.

“En el balance, es todo positivo. Y entre lo malo, lo bueno fue que tuvimos la posibilidad de decir que podíamos seguir viajando”, apreció Parera.

Por su parte, Fernández Bruera, asegura que “una de las partes más difíciles es el acostumbramiento a la altura. Yo estuve tres días. También, en algunos lugares el frío intenso, a pesar de estar preparados”.

Inmediantamente, Parera recuerda "una protesta en Copacabana. Había una ruta cortada: fueron 20 kilómetros de piedras y troncos”.

Entre las mejores vivencias, no dudaron: “Una es encontrarse con gente que viaja en moto. Nosotros nos cruzamos, camino a Arequipa, con un suizo que iba en una moto Honda Custom 750, modelo 85. Hacía tres meses que estaba. Seguimos juntos el viaje por 24 horas”.

“Había estado casado con una colombiana. Es ingeniero, laburaba tres meses y viajaba tres meses. Ahora vivía en Ecuador, al lado del mar. Paramos en un mismo hotel, cenamos, y a la mañana siguiente el siguió para Lima”, añadieron.

En el mismo sentido, rememoran su encuentro en el camino a La Paz “con una pareja de Villa Emilia, Entre Ríos. Eduardo y Celina se llaman. Pasamos dos o tres días juntos y aún hoy mantenemos el vínculo por internet”.

En su relato, Parera y Fernández Bruera insisten en que “la emoción es la emoción del ir. Uno está siempre llegando un lugar. Yo no voy a Cuzco y al Machu Picchu, yo voy llegando siempre a un lugar”.

Entonces, de repente estuvieron las minas de Potosí, la locura de los caminos de La Paz, el cruce en balsa en el lago Titicaca o el camino del Colorado en Purmamarca. “Y cada ciudad tiene sus lugares por recorrer, como caminar por Cuzco o Potosí, ir a los mercados comunes, sentarse o comer con la gente. Todo es parte del viaje”, señalan.

A cada momento, los dos insisten en que “no es lo mismo ir en auto que en moto. Viajo, voy recorriendo”.
Los dos rosarinos que cumplieron con esta epopeya pasaron 18 días afuera de sus casas, lejos de su familia. Con el robo en los primeros kilómetros, no tenían celulares, y se conectaban cuando podían a través de las redes sociales.

Volver a casa

“En un momento te agarra la querencia. Querés volver a tu casa, estar con tu familia”, dice Fernández Bruera.
Claro está, el trajín de cada día los mantenía alertas y con fuerza. “Nos levantábamos bien temprano, desayunábamos y salíamos. Parábamos a las cinco o seis de la tarde. Aprovechábamos toda la luz”, agrega.

En ese sentido, aclara: “Un viaje de este tipo no son vacaciones. Fue agotador”, dice entre risas. "Cinco, seis, ocho o diez horas en la moto, es agotador”, se explaya.

Cuando hablan, a los dos se les nota que los días y las noches sobre las dos ruedas, en la ruta, los marcaron para siempre. “Esto es una expresión de vida. Te carga las pilas. Un día es diferente al otro”, asegura Fernández Bruera.

Parera, por su parte, indica: “No es menor el tema de volver a tu familia, afectos y rutina. Desde que retomé las actividades, en cada momento se me vienen a la memoria cosas del viaje que por algo te marcaron”.

Y esas marcas, se resumen en sus últimas expresiones: “Para mí, hay un antes y un después de este viaje. Fue una experiencia impresionante. Suena exagerado, pero es realmente lo que sentí", concluyó.