Sabrina Ferrarese
Juan tiene 21 años y atraviesa Molino Blanco con su bicicleta despintada. Su corte de pelo filo punk no se ve por la gorra que le deja las orejas expuestas al frío intenso de este agosto sin lluvias. Saluda a los tres jóvenes que le cruzan el camino, les dice que está triste “por lo que pasó con mi mamá, viste”, y les muestra sus nudillos en pleno proceso de curación pero aún sangrantes “por la enfermedad”. Promete asistencia perfecta esta noche al entrenamiento y sigue pedaleando, asegurando que esta vez sí irá a la psicóloga. Es alcohólico desde hace algunos años y ha atravesado diversos tratamientos sin que pueda “rescatarse”, tal cual se expresan los pibes.
El trío que lo despide está compuesto por Álvaro D’Anna, Leopoldo Duarte y Marina Rubio, profesionales integrantes de uno de los seis mini equipos del Proyecto de Prevención en Adicciones del Distrito Sur, impulsado desde el Presupuesto Participativo –es decir, pedido por los propios vecinos de la zona– y desarrollado por las secretarías de Promoción Social y de Salud de la Municipalidad. Como cada semana, recorren Molino Blanco y la Paloma, ambos barrios habitados por gente de escasísimos recursos, donde la problemática del consumo de drogas en los jóvenes se ha instalado con fuerza a la par de la desocupación, la desintegración familiar y la desescolarización.
“Hay un circuito de la droga que los pibes conocen y se hace más y más accesible. Nuestro trabajo es poder conseguir accesibilidad a otro tipo de experiencias que a los pibes les permita elegir, a pesar del consumo. No hay planteos morales, trabajamos desde la escucha y el deseo de los pibes y, mientras tanto, elaboramos una estrategia de abordaje con la familia y su entorno”, explica el trabajador social D’Anna a Rosario3.com, mientras visita junto al resto del mini equipo algunas casillas y entabla conversación con los familiares de los pibes a los que intenta llegar.
El programa busca promover la inclusión social de los chicos que menos acceso tienen a los dispositivos estatales de asistencia, yendo hasta ellos, conociéndolos y armando un diagnóstico que habilite un trabajo en conjunto con las demás áreas y programas existentes en el lugar. La idea es trabajar en la prevención del consumo de drogas y a la vez, tomar los casos en los que los chicos ya tienen relación con las sustancias ilegales.
De esta forma, el mini equipo hace el “trabajo de hormiga”. Se internan en los pasillos, las canchitas de fútbol improvisadas y los cybers y se acercan a los pibes, hablan con ellos, les proponen asistir a los talleres que el municipio desarrolla o por qué no a practicar deporte o a capacitarse en algún oficio que les pueda interesar. La idea es poder escucharlos, prestarles la atención que necesitan y acompañarlos en su búsqueda.
La droga en el lugar de la inclusión
Entre marzo y mayo de este año el proyecto acompañó a 218 chicos a distintos dispositivos y actividades y detectó 146 niños y adolescentes con problemas de adicciones. La mayoría son varones entre 14 y 17 años, presentan un nivel de escolaridad precaria y problemas familiares en los que se registran situaciones de violencia.
“El pegamento es el punto de inicio para los más chicos, en los jóvenes se ve la marihuana a diario y también la cocaína”, precisa Marina Rubio “Preferimos hablar de uso de sustancias antes que plantearlo de entrada como adicción. La droga suple algo de esta angustia existencial de los seres humanos pero es una respuesta ilusoria y fallida y se reitera en el tiempo por no poder encontrar otra respuesta que podría causar más satisfacción pero a largo plazo, como tener un proyecto de trabajo, de amor, de lo que sea”.
“La desescolarización es una de las principales características de estos chicos y la idea es que vuelvan al sistema educativo para que pueden pensar en un proyecto de vida distinto. Muchas veces las instituciones tienen una lógica expulsiva y los chicos no pueden llegar y terminan a la deriva”, reflexiona Duarte.
Muchos de los chicos que consumen drogas suelen vincularse a la delincuencia aunque no se trata de un camino directo. Al respecto, D’Anna sostiene que “los pibes al entrar en el consumo apelan a otro tipo de circuitos de peligro y violencia. Tenemos muchos pibes que han estado en comisarías y en el Irar”. Otra problemática que atraviesa la adicción es la relación inestable con la familia. Según Rubio, “muchos padres están borrados. También están las mamás que piden ayuda pero al mismo tiempo siguen con esto de que “ya no puedo más, lo interno””. Sin embargo, “siempre el chico está rodeado de personas que le sirven de sostén. Puede ser la madre, algún hermano o la novia”, advierte Duarte.
“Siempre se vincula el consumo a lo frustrante y los pibes obviamente se la rebuscan para sobrevivir con la alegría que pueden. Y claro que surge esta necesidad de proyectarse, de construir una familia, de conseguir un laburo”, reflexiona D’Anna y termina: “A veces los chicos no pueden poner palabras a su historia pero en los talleres vemos que empieza a surgir algo, que comienza a circular la palabra y se abren al otro”.



