Opinión/Lic. Gustavo Mainardi (*)

No agrega nada nuevo el conflicto que se desencadenó en el Instituto Politécnico Superior a la problemática de la relación entre la escuela media y sus alumnos adolescentes. Los casos de violencia en sus diferentes formas, el acoso escolar (bullying), son cotidianos se sepan o no. Remarco el tema de lo no sabido, de lo no dicho, porque frente a estos casos el comportamiento más espontáneo de cualquier institución es tapar lo que ocurrió, por diferentes motivos que van desde la supuesta protección a los menores involucrados, hasta –la más común- auto protección y ocultamiento de las limitaciones personales de los directivos y de la institución como tal.

En las escuelas que dependen de la UNR se sigue trabajando en pleno siglo XXI con una matriz positivista de la educación. Claro, puede haber escasas excepciones, pero esa es la norma. ¿En que se manifiesta principalmente este positivismo? En la negación del conflicto y, al negarlo tanto, cuando este aparece asusta, desconcierta. Escuelas que priorizan la enseñanza formal de ciertas capacidades en ámbitos de la matemática, la contabilidad, la química, la física, abrumando de conocimientos específicos a sus alumnos perdiendo de vista la complejidad del desafío educativo y de la formación integral del ser humano. Hace tiempo que la escuela media no se preocupa por saber a que sujeto interpela. No se pregunta quiénes son esos adolescentes raros y temidos por la institución escolar, brinda contenidos a personas prácticamente desconocidas. De ellos saben la formalidad, apellido, nombre, curso, DNI y poco más.

En lugar de utilizar el conflicto para transformarlo en un disparador que ponga en discusión a todos los actores de la escuela (autoridades, profesores, alumnos, padres) sobre el tema de la violencia de género –que fue en este caso lo que pasó- y discutirlo sin buscar culpables ni estigmatizar a adolescentes, la institución con sus directivos al frente decidió ocultarlo, como una infección, una podredumbre que debía taparse para que su olor nauseabundo no apestara el sacrosanto edificio escolar. Y ahora estalla, explota, salpica, ensucia, deja secuelas graves, imborrables, busca culpables y ya es tarde. Ahora habrá que reparar muchos daños, la Universidad debería poner a disposición ante la emergencia a todo su gabinete de especialistas, especialmente a los compañeros de la Escuela de Ciencias de la Educación.

La marcha de protesta que se hizo el martes pasado por los hechos que sucedieron en el Politécnico tuvo un fin muy claro como el de oponerse al ocultamiento institucional y otro vago y disperso como es el pedir basta de violencia en las escuelas. Más allá de los buenos deseos que todas las personas de buena voluntad queremos una forma de realidad sin violencia, el dato concreto es que la violencia en las escuelas va a existir siempre, desde la organización jerárquica y su sistema de imposiciones hasta los casos de violencia física, de género o psicológica. Se tiene que partir de este reconocimiento para poder trabajar la problemática de la violencia y cómo abordarla. Eso es, al mismo tiempo, trabajar el conflicto y prevenirlo. Sin buscar culpables, la escuela no debería ser un ámbito inquisitivo.

La educación en general está a la deriva con la escuela media. Entre como se pretende que sea la escuela media y como es en la realidad hay un abismo por ahora insalvable. Sabemos que el surgimiento de la escuela dentro de la modernidad se constituyó como un lugar de encierro. Debería ser una obligación de la Universidad Pública preguntarse en cómo hacer de sus escuelas medias lugares más libres que se formen personas integrales, discutir el sentido de las mismas y adecuar rápidamente estos institutos a las necesidades de sus alumnos y no al revés.

(*) Licenciado y docente de la UNR.