Están por todas partes. Ellos, los castigados por nuestra historia. Esa historia que debería pesarnos a todos los que de una u otra manera le permitimos arribar a este punto tan crucial para nuestra vida en sociedad.
 
Caminando lentamente, evitando tropezar con alguna de las tantas desprolijidades de las veredas, me dirigía hace dos días, a escuchar un concierto de violín, en el cual participaba una nieta. Dieciocho cuarenta de la tarde. A plena luz del día, aparecieron de golpe tres criaturas, entre trece y quince años más o menos. Me pararon y uno de ellos con aparente naturalidad, como si me estuviera pidiendo la hora, extrajo un revolver (demasiado grande para su pequeña mano) y apuntándome con él dijo calmamente - “dame la cartera”-.
Sin entender cabalmente lo que pasaba, me la quité y se la entregué en el acto.
Se fueron corriendo.
Me quedé inmóvil, comenzando a tomar conciencia de que se llevaban algo muy mío, que no les correspondía. El ladrón se dio vuelta para mirarme, fue un segundo en el que le dije extendiendo mi mano -”el grupo, tengo el celular en la cartera, la gente me llama”…-
No sé si fue mi imaginación o que pero me quedé con la sensación de que su mirada fue de resignación, como si hubiera querido decir -“no me queda otra”-.
 
No lo ví por televisión, no me lo contaron. “Me asaltaron”.
Ahora sé lo que se siente. Indescriptible, único, desagradable, una tortura que moviliza y altera. Creo que sólo lo pueden entender aquellas personas que han vivido una experiencia similar.
 
La actitud noble de la policía, la solidaridad de la familia y los vecinos, fueron maravillosas. ¿Quien dijo que todo está perdido?
 
La reflexión se dio cita una vez más.
 
¿Qué sucedió para que estos jóvenes no tuvieran otro espacio que el de la delincuencia? ¿No supimos transmitirles ni un poco de los valores recibidos de aquellos inmigrantes que junto a nuestros criollos forjaron una Argentina grandiosa?
 
Recibí consejos. Más cuidado, transitar sin cartera, sin dinero. Alejarme de los grupos de los chicos con “gorrita”. Esconderme tras las rejas. Si es posible, no frenar en los semáforos. Precaución.
Me pregunto ¿Es ésta la respuesta de la gente decente frente a la barbarie? ¿No tendríamos que exigirle al poder político que actúe de acuerdo a la realidad imperante, con políticas de seguridad, de trabajo, de salud y que “gobiernen” para ir encauzando lentamente la vida cotidiana por el sendero de la paz y la decencia?¿ No sería útil para todos ver que poco a poco, quitan la corrupción y el patoterismo del poder, reemplazándolo por actos sanos, transparentes?
Porque transitamos sin tranquilidad, estas calles que se están convirtiendo en algo así como la “antesala del infierno”. ¿Quizás es el precio que debemos pagar por la equivocación histórica?
Si así fuera, considero que debemos aprender de nuestros errores y comenzar un camino nuevo, diferente.
Un diagnóstico claro y preciso y un posterior tratamiento fuerte, que podríamos enfrentar juntos, pueblo y gobierno, para “sanar” esta sociedad.
Porque, convengamos, que así, no sólo no es justo para nuestros hijos, ni para nosotros, sino que no hay un mañana para los que hoy encuentran en delinquir su único proyecto de vida.