Salió el sol en Rosario. Apenas pasadas las 14, la pelota comenzó a rodar en el Gigante de Arroyito y los nubarrones grises que invadieron la ciudad durante las últimas horas –agua incluida– se fueron disipando para que la fiesta tuviera más brillo aún.

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Con el estadio repleto, como siempre ocurre en estos casos, el partido más importante de la ciudad se jugó con un imponente marco, donde las dos hinchadas llenaron sus sectores. Por el horario en que se jugó, muchos llegaron al Gigante con sus estómagos vacíos. Los hamburgueseros del estadio y los choripaneros de los alrededores, agradecidos.

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Desde temprano, procedentes de diferentes puntos fueron llegando colectivos de los que de a puñados se bajaba gente enfundada en amarillo o azul o rojo y negro, y en total normalidad y orden fueron ingresando al Gigante.

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Los cantos se escuchaban a todo volumen desde muy temprano, ya que un par de horas antes del comienzo del encuentro, las tribunas mostraban una fisonomía similar a la que tuvieron después. Y además, esta vez, el duelo de hinchadas no era como el de cualquier domingo: enfrente estaba el rival de siempre, y había que gritar más.

El ingenio popular, que también dice siempre presente y más en el clásico, cuando las ganas de cargar al rival son mayores, se manifestó de varias formas: por tomar un ejemplo de cada lado, una máscara de Aldo Pedro Poy en un hincha canalla, para recordarle a los leprosos aquella palomita que le dio un título a Central ante Newell’s, o un parlante de goma espuma en manos de un simpatizante leproso para cargar a los locales con el hiriente apodo de Sin aliento.


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Algunos fueron más allá y eligieron provocar acercándose a la tribuna rival haciendo todo tipo se señas, por lo que las piedras no tardaron en empezar a volar, causando algunos heridos y motivando el accionar de la policía.

Pero sobre el final, la mayor parte del estadio festejó y todo Arroyito quedó teñido de su color original: amarillo y azul.