Hay una mariposa gigante en la esquina de Avellaneda y Presidente Perón que revolotea sus alas de telas verdes, rojas, amarillas y rosas. Telas que cambian de color cuando giran y muestran una cara u otra. El acto de acrobacia dura menos de un minuto y la chica mariposa -sonrisa amplia, piercing en la nariz, chaleco verde, pollera roja sobre una calza- se apura a pedir unas monedas, unos billetes. Desde un transporte escolar nace un aportante y ella festeja con los dos brazos en alto y se arquea. Cruza la calle, el semáforo se pone en verde, los autos se van y ella vuelve hacia el punto de partida seria y con la cabeza baja, como un gusano gris.

A la vuelta, por Pellegrini y desde Avellaneda hacia el sur, la mariposa-gusano tiene competencia. Son los banderilleros que en lugar de banderas agitan trapos de limpieza, dibujan círculos extraños, se autoflagelan el hombro o el brazo opuesto. Algunos hacen señas a los conductores y los invitan a pasar a los lavaderos, más o menos precarios; otros parecen que se olvidaron para que están y solo repiten la coreografía colectiva que se estira por unas 15 cuadras sobre la avenida. Entre tanto, un limpiavidrios en un semáforo, salamines que cuelgan del baúl de un auto del siglo XX y una jauría de tuppers alegres que se ofrecen a cinco por 120 pesos, custodiados por un hombre en una reposera.

Al final de ese corredor multicolor, en la esquina de Provincias Unidas, firme como hace 15 años, Antonio, o El Peti. Vende tres turrones por 20 pesos. Palitas y atizador para el asado a 120 pesos ó 150 los que tienen mangos de madera. Se ríe Antonio cuando repasa la suba de sus costos de los últimos años volcados en la saga de notas de Rosario3.com: “Inflación semáforo” e “Inflación semáforo II”.

La caja de 50 turrones Nevares aumentó este año de 150 a 190 pesos (26 por ciento). Él mantiene la oferta a tres por 20 pesos porque ya a ese precio le resulta difícil vender una caja por día. Antes, dice, hacía dos por jornada, fácil.

“En 2016 tenía a los cinco turrones por 20 pesos. En 2017, cuatro por 20. Ahora tres pero debería vender dos por 20 porque no me alcanza”, resume Antonio, cara redonda y ojos brillosos debajo una gorrita blanca.

A la “mano”, unidad de medida de los vendedores de esquina, le saca ocho pesos. Con 16 manos agota una caja de 50 obleas de maní y gana unos 140 pesos (2,80 por turrón). Cada tanto le compran una pala y atizador y con eso redondea en promedio unos 200, 250 pesos por jornada, de 10 a 16. Va y viene de su casa en Pasco y Garzón con su bicicleta negra de hace 25 años.

En 2016 dejó de pagar los 480 pesos de Cablevisión (su lujo). En 2017, el impuesto inmobiliario y la tasa del cementerio de sus padres. “No almuerzo, como un turrón y sigo. Solo cocino a la noche. Ya seguir ajustando no se puede”, lamenta. Trabaja para cancelar las boletas de 800 pesos de luz, 700 de gas y 600 de agua. El resto de los tributos los paga a veces sí y otras no. “Una bolsa de arroz son tres o cuatro comidas y cada tanto compro un bife”, cuenta y dice que no recuerda una crisis como la actual, ni durante el año 2001 ni en la hiperinflación del 89. “Con Alfonsín subía todo pero yo a los churros los vendía”, compara.

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En febrero cumplirá 64. Le gustaría envejecer más rápido para llegar a la jubilación, aunque le faltan años de aporte. Los hizo como autónomo cuando pudo en las últimas cuatro décadas de churrero y vendedor ambulante. “Pero tengo tanta suerte que lo quieren llevar a los 70”, ironiza.

Mira un viejo rosario de madera que cuelga de su bicicleta, se pone serio y confiesa: “Le pido a dios todos los días antes de salir. Que me ayude a vender, a ganar el pan. Pero se ve que atiende a los más pobres que yo”.

Chipá caribeño

En Oroño y Gálvez, donde en 2016 estaba Hugo, un pibe de 21 años llegado desde Paraguay, con la misma pechera blanca de “Chipá Los amigos”, ahora trabaja José Rubén, de 25. Vino empujado desde Venezuela hace cuatro meses, como tantos otros.

Una amiga le dio alojamiento en La Carolina, 15 kilómetros al sur de Rosario. Sale todas las madrugadas a las 5.30 en colectivo, hace un segundo viaje en la ciudad para buscar el chipá y el canasto en Avellaneda y 27 de Febrero. A las 7.30 se instala en su esquina y se queda hasta las 16 o hasta que termine de reunir los 300 pesos por día que necesita (30 bolsas a 30 pesos cada una o dos por 50).

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Cuando termina, vuelve a ir hasta el puesto de “Los Amigos” y se toma el colectivo de vuelta. Cerca de las 18 regresa para comer e irse a dormir. De los 300 pesos diarios, 100 se le van en transporte. Así y todo, aclara, está mejor que en su país. Es cocinero y tenía un empleo como ayudante de chef. Pero su salario de un mes le alcanzaba para una semana.

El que lo escucha desde una silla de ruedas en esa misma esquina es Diego, de 36. Hace tres años y medio le pegaron un tiro en la cabeza para robarle la moto y en la caída perdió una pierna. Estuvo dos meses en coma cuatro y volvió a la vida. A otra vida: perdió el empleo de metalúrgico en una fábrica y no puede cuidar a su hijo. Con lo que le dan los automovilistas sobrevive y después se va al refugio Sol de noche. Lo cuenta con una sonrisa, como si hablara del clima.

De la obra a la esquina

Otro de los vendedores de chipá “Los amigos” es Antoliano, el hombre que transitó la ruta de la mandioca de punta a punta. De niño, la cosechaba junto a su padre en el campo de Encarnación, Paraguay. Medio siglo después, vende el producto cocinado en base al almidón de esa planta en Avellaneda y 27 de Febrero. La marca la creó su hijo, el primero que llegó a la ciudad. Logró crecer y abastecer a varios vendedores.

Antoliano no da buenas noticias. También señala una merma en las ventas, una caída en sus ingresos. Ya no salen las 80 bolsas diarias como años atrás. Ni siquiera las 55 que lograba durante 2017. “A la mañana unas 20 ó 25 y a la tarde pueden ser 15 más”, enumera. “A la gente le gusta, pero no siempre puede”, dice y hace una seña con sus dedos: se frota el pulgar con el índice y el anular.

La “inflación chipá” al consumidor no se detiene. En 2015 la oferta era de seis por 10 pesos. En 2016 pasó a cuatro por 10 y después seis por 20. En 2017, se fue a cuatro por 20. La cotización 2018 es cinco por 30. La unidad pasó de 1,66 a 6 pesos en tres años: un 434 por ciento de aumento.

Frente a él, en el otro cantero central de 27 y Avellaneda, Brian no tiene la experiencia suficiente para comparar datos. Salió a vender empanadas turcas a 25 pesos (13 pesos para él) la semana pasada. Se quedó sin trabajo. Hacía carpintería y armadura en obras. Ganaba 16 mil pesos por mes pero eso se terminó.

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“Estoy viendo, no sé, es mejor un trabajo fijo, saber que tenés un ingreso”, dice sin emoción a la vista. Morocho, pelo corto, aro negro en la oreja derecha, mirada esquiva; 22 años. A los 15 se fue de la casa de sus padres y después de la casa de su abuela. Vivió dos años en la calle: en plazas y en la terminal. Vender turcas desde las 7 y hasta las 19 en un cantero de una avenida chata sin árboles que tiene un metro y medio de ancho no es lo peor que le pasó.

Antonio no habla

Hace dos años Antonio contaba a Rosario3.com el detalle de sus ventas, de sus turrones, alfajores y medias en Oroño y 27 de Febrero. De su mayor virtud, tener una clientela que lo conoce. Al año siguiente, en 2017, se mostraba preocupado por la suba de 80% en los Misky en dos años y la caída de las ventas: caminar más para ganar menos. Ahora no quiere ni hablar: “Para qué sirven esas notas si estamos cada vez peor. No se vende nada y yo tengo que trabajar”.

Se va a cumplir con su peregrinación entre los semáforos y se aleja diciendo algo de Mauricio Macri. “Está enojado, cuando no se vende nada es difícil. Tenés que llevar plata a tu casa todos los días y cuando no se puede no querés hablar con nadie”, lo justifica Sebastián, su compañero de esquina.

El joven de 36 años desenrolla los cargadores de celular que ofrece a 100 pesos. Gana 50 por cada transacción. Son de salida difícil pero con seis ventas por día consigue 300 pesos. Mejor apostar a eso que andar ganándole centavos al turrón o al alfajor. Las medias -tres pares por 100 pesos- parecen más un decorado fijo en el brazo que una mercadería redituable.

“Está malo, malísimo, cada año peor”, se suma Nico que tiene su bandeja de turcas intacta (30 pesos o dos por 50). Llegó a las 8 y dos horas después aún no vendió ni una sola. El objetivo: liquidar las 30 o llegar a los 300 pesos de ganancias.

Nico es vendedor desde los 18 y tiene 25. Alterna con su oficio de vidriero. Cuando lo llaman para un trabajo, va. Si no, sale con las facturas de hojaldre y crema. Tiene tres chicos de 12, 10 y 3 años. Los dos mayores juegan al fútbol. Necesita juntar para la comida, para llevarlos a la escuela y para que compitan los fines de semana en el club (más la coca y un sándwich). El más grande, un número 10, está becado en Pablo VI. Puede llegar a primera. Es la esperanza.

Mientras tanto, las 30 ó 40 estampitas de San Expedito enmarcadas en vidrio que hace Nico aguardan en una caja de cartón al lado de las turcas. Son los refuerzos, cuando se complica, sale a ofrecerlas “por 5 pesos ó 10, lo que la gente pueda”.

A las 10.30, una mujer con tres adolescentes pasa rumbo al parque y le pide dos empanadas dulces. “La gente humilde es la que más compra”, dice Nico y muestra los billetes de cinco pesos apilados que le dio su clienta número 1 de la jornada gris de jueves.

“Peeeeooorrrrr”, es el análisis de este año frente a los anteriores que hace Sebastián, que es albañil, y tiene mujer y una hija. Como Nico, por el parate en las obras, se reconvierte en vendedor callejero.

“Lo que queremos es trabajo. Poné mi celular: 155960693. Hago albañilería, plomería y carpintería”, dice Sebastián. Nico busca su número en su LG viejo y diminuto: “3412640273, vidriero y también soy albañil”. “Y él tiene carné de conducir”, apunta Sebastián.

Antonio mira curioso la situación. “Dale, vení. ¡Ehhh! Va a correr sangre en este semáforo”, amenaza entre risas Sebastián pero el mayor de los tres sigue encerrado, callado, molesto. No se suma a la entrevista ni a los chistes sobre la malaria. La hostilidad también es una forma de decir. La paciencia no es infinita.