La economía crece, dice el Indec. Los empleos aumentan, afirma el Ministerio de Trabajo. Los salarios le ganan a la inflación, juran desde el gobierno. Los vendedores de los semáforos, esa rara especie que todos ven pero nadie cuenta en las estadísticas, certifican sólo una de esas tres afirmaciones: ellos son cada vez más. En cambio, dicen que los precios de los turrones, alfajores, chocolates y medias que compran para comercializar siguieron en alza pero ya no pueden trasladar toda esa suba a sus clientes porque cayó el consumo. Los economistas le dicen estanflación; ellos: “No hay plata en la calle”.

“Bah, plata hay porque yo veo autos nuevos pero el que tiene no la gasta, la guarda, y el que no tiene solo compra lo justo y necesario”, describe el más viejo de los vendedores que consultó Rosario3.com. Son las mismas personas que hablaron en la nota “Inflación semáforo” publicada hace un año en este medio. ¿Qué les pasó a ellos en este tiempo? ¿Cómo cambiaron su economía y sus estrategias ante la sequía? ¿Qué piensan cuando el verde les da una tregua mínima? 

1. Las vueltas de la mandioca

Son las 6.55 de una mañana que pelea por ser la más húmeda de la historia de Rosario. No llovió pero el asfalto está mojado sobre 27 de Febrero y sobre Avellaneda. La ciudad, oscura, pegajosa, recién empieza a moverse. Antoliano se acomoda su pechera blanca que dice "Amigos" en letras rojas. Tapa con un mantel claro el canasto de mimbre con 30 bolsas de chipá. Se acomoda un buzo con capucha. Se alista como quien espera el turno para empezar una larga jornada de trabajo.

Se quedará ahí parado hasta el mediodía, se irá a su casa para volver a las 15 y mantenerse hasta que caiga el sol. Ocho horas, cada día de lunes a viernes, hace equilibrio en su oficina a cielo abierto: el cantero de medio metro de ancho sobre 27. Tiene la presión de vender 50 bolsas de chipá por jornada a 20 pesos las cuatro unidades (diez pesos son para él). No siempre lo logra. Pero Antoliano no cree tener una tarea dura. Está muy lejos de la exigencia del campo en su Paraguay natal. Desde los 8 años le tocó salir a la chacra que tenía su padre en Encarnación. Madrugaba antes del amanecer y le daba con la azada a la maleza.

Acompaña el recuerdo con un gesto de dolor en su cara y aclara: “Esto es más liviano”. Antoliano dice que este año el consumo sigue planchado. La caída fuerte fue el año pasado y en este 2017 se mantuvo bajo. En 2015 vendía fácil las bolsas de seis chipá por diez pesos (1,66 la unidad). En 2016 subió a cuatro por diez pesos y después a seis por 20. La tarifa actual es cuatro por 20 (cinco pesos cada una). En dos años el precio se triplicó y el vendedor cree que ya no hay margen para retocarlo. “A la gente le aumenta todo y por eso mermó la venta”, explica.

Alan Monzón/Rosario3.com

Le preocupa un dato: desde la panadería Los Amigos le avisaron que van a aumentar el precio porque se incrementó un insumo vital: el almidón de mandioca. Esa harina viene desde Misiones y el alza en el combustible influye en la lógica de costos. Antoliano conoce el circuito de sobra. En el campo, su padre, su madre y sus once hermanos vivían del cultivo de maíz y mandioca.

“La mandioca es una planta así de alta y con raíces anchas”, cuenta y marca con las manos curtidas el metro de altura y el diámetro. A casi mil kilómetros de distancia, 50 años después y desde la otra punta de la cadena de comercialización, él sigue ligado a ese arbusto y sus derivados. Como en la chacra, también depende del clima para sobrevivir. “El chipero las cocina desde las 4 pero si llueve no hace. Y si las hace hay que ver qué pasa cada día, la ganancia no es segura".

2. La mano

Un año después Antonio sigue firme con los turrones y las medias sobre Oroño y 27 de Febrero. Reemplazó a los alfajores por unos chocolates Hamlet pero su base es la de siempre. El semáforo en rojo le regala 54 segundos para hacer su negocio. Nada más, nada menos. Tiene otros 42 segundos entre verde y amarillo para reacomodarse y volver a empezar. Si vendió algo recarga “la mano", que es una unidad de medida para los vendedores de esquina. En su caso, sostiene con la derecha tres turrones (que ofrece por 20 pesos) y los paquetes de medias (tres por 50 pesos las chicas y tres por 100 las grandes). En el brazo izquierdo despliega una caja de cartón con más turrones y chocolates.

En esa ventana de 54 segundos todo debe ocurrir: camina 67 pasos cortos –casi 50 metros–, ofrece a ocho conductores su mercadería, llega al fondo de la hilera, levanta la mano para los rezagados y pega la vuelta al punto de partida.

Le puede pasar, como este viernes a las 11 de la mañana, que lo chisten desde un Fiat Uno rojo chocado y le compren tres turrones por 20 pesos. Que seis semáforos después, desde un camioneta Volkswagen Amarok dos muchachos que no llegan a los 30 años le pregunten por el precio de los chocolates.

–Dos por 20.

–Ah, no, no –le responde uno de los cachetones.

–¿Y las medias? –quiere saber el otro, el acompañante.

–Tres por 100 pesos.

–¿Cien?

–Te las dejo a 70, a 50...

–No, no quiero.

Los nenotes se van riendo en su camioneta y Antonio se queda masticando bronca. "Me agarran para la joda... Si los puteas te mandan a la policía", se queja. No es la regla. En general, los automovilistas le dicen que “no” con respeto o mueven la cabeza, algunos sonríen o le dan fuego para un cigarrillo. Ahora, allá atrás de todo, desde el auto número once o doce en la cola, una Ford Ecosport, le hacen señas. Una mano se agita por la ventana justo cuando el semáforo se pone en verde. Antonio corre, los autos arrancan pero él llega justo a agarrar el billete. Dos pesos rotos.

Siete semáforos después logra una segunda venta. Antonio cede y cierra cuatro turrones por 20. No le conviene pero a fin de mes puede flexibilizar la tarifa. En esa misma tensión estaba hace un año. El proveedor le había aumentado la caja de 50 obleas rellenas Misky de 90 a 117 pesos (un 30 por ciento) y entonces él quería pasar de vender cuatro por 20 pesos a tres por 20. Ese es el precio de venta actual pero la caja volvió a subir: se fue a 145 pesos, primero, y el martes pasado cotizó 164. Es un 40 por ciento más que hace 12 meses y él ya no puede trasladarlo a sus clientes.

Las variables de ajuste que dispone son dos. En primer lugar, sus horas de trabajo. Se queda hasta la tarde. De todas formas no le alcanza. Por eso mecha los turrones Misky con otros más baratos: los Palmesano (110 pesos la caja). Mantiene el tres por 20 pero reduce el costo de algunas de esas unidades. “Cuatro por 20 pesos me arruina y así por lo menos gano algo”, resume.

Cada caja le deja un beneficio de unos 140 pesos. “¿Qué hacés hoy con cien pesos? Me compró unos cigarros y algo para comer y ya los gasté”, detalla. A principios de mes el dinero circula más y puede vender dos cajas. A fin de mes, una. Antes vendía tres sin problemas. Con el aporte de las medias y chocolates, reúne 400 pesos en promedio durante la jornada.

Alan Monzón/Rosario3.com

“Hay más gente en la esquina. Muchachos que trabajaban en una fábrica y tuvieron que salir a vender. También están los pibitos chiquitos, como los de acá (señala Oroño y Pellegrini). Los mandan los padres, que se quedan sentados esperando; está mal eso”, reclama.

Después del verde, Antonio debe desandar los pasos dados para volver a la esquina. A veces le sobran unos segundos y se queda quieto, sin mirar nada. Con la vista perdida. ¿Con qué sueña, qué fantasea en esos momentos?: "Nada, pienso en que no se vende nada".

3. La camisa gastada

Después de los chicos de Oroño y Pellegrini que señaló Antonio, hacia el oeste, están los pibes de Pellegrini y Ovidio Lagos, después el joven limpiavidrios de Francia, siguen los tres chicos de Pellegrini al 4700 que atacan ante cada rojo como si fuese el último. Y más allá, el último semáforo de Provincias Unidas es territorio de Antonio, el más viejo de los vendedores del semáforo, con 62 años y cuatro décadas de rebusque en la calle: helados, churros, inflables o alfajores y palitas para la parrilla.

En 2016, la oferta eran cinco alfajores marca Genio por 20 pesos y en este 2017 son cuatro por 20. “Ayer vendí una caja y una mano. Me llevé 120 pesos limpios”, cuenta. El pack de la pala y el atizador sale 120 pero casi nadie lo compra, salvo un par los fines de semana.

La malaria ya venía del año pasado, cuando había decidido dejar de pagar Cablevisión en su casa. Aquella vez lo contó como una anécdota, esta mañana enumerar el recorte le duele: “El impuesto inmobiliario lo debo desde marzo y dejé de pagar el cementerio de mi viejo y mi vieja en Ibarlucea”.

Como un sandwichito o un pedazo de pan al mediodía y sigo”

Probó ofrecer marcos para patente pero no funcionó. “Me clavé con eso, están al costo, a 45 pesos y no salen. Es un desastre”, lamenta. Antonio tiene los ojos brillosos y una sonrisa agria cuando reconoce que empezó a saltear el almuerzo. “Como un sandwichito o un pedazo de pan al mediodía y sigo”, suelta. Hace un turno de 10 a 17, todos los días. Va y viene de su casa en bicicleta.

A simple vista, Antonio está igual que hace un año. Pero la crisis habita en los detalles. “Mirá”, dice y se agarra el cuello de la camisa blanca, gastado, deshilachado por el uso. “¿Sabés hace cuánto que no compro ropa? Ni este año, ni el año pasado. Debe hacer tres o cuatro años. Nunca me había pasado antes”, agrega.

Alan Monzón/Rosario3.com

4. El nosotros de Pablo

La estrategia de mezclar turrones Misky y Palmesano para bajar costos, como hace Antonio en Oroño, no es para cualquiera. Hay que poder comprar al menos dos cajas, una por cada tipo. A Pablo Fabián Fernández no le alcanza para tanto. Solo tenía para una caja Misky cuando comenzó la jornada. En realidad, ni siquiera para eso: “Llevé 162 pesos pero la habían aumentado a 164. Todo el tiempo la suben. No me la querían vender por dos pesos”. La economía del vendedor de esquina es un círculo proveedor-venta-proveedor que gira todos los días distinto.

Me cansé de manguear, esto es diferente, vendo algo” 

El joven de 27 años cambió de rubro y de esquina -hace un año limpiaba vidrios en Francia y Pellegrini-; también de camiseta: dejó la 32 de Scocco y se puso la 11 de Maxi. “Me cansé de manguear, esto es diferente, vendo algo”, explica.

En la previa a los turrones, a limpiar vidrios o cuidar autos en el casino hubo una historia más densa. “De pendejo estaba en la mala, salía de caño, estuve preso varias veces. Pero ya salí, levanté la cabeza. Gracias a eso tengo mi novia y mis cosas”, dice y revisa la caja de cartón. Le faltan vender cinco turrones, dos manos. Mira el reloj del cantero central, de esos viejos de pie que quedan pocos en la ciudad: 12.05. Con suerte, terminará esa caja y comprará otra hoy mismo.

Atrás del reloj, las nubes grises, oscuras que prometen lluvia, amenazan ese plan. Si el agua cae no podrá volver a su puesto. Si el mal clima continúa la cosa se agravará y Pablo recurrirá al plan b. “Salgo a tocar timbre y pedir comida, voy a barrer a una carnicería o una verdulería por lo que me den o me meto en los contenedores”, cuenta.

El joven repite, como los otros, que no hay plata, que no está fácil y le agrega una complicación personal: “Se murió mi suegra y dejó dos chiquitos de 7 y de 10 años. Yo me hago cargo con mi novia de ellos”.

“Pero para nosotros siempre es así. Si tenés 10 pesos compras unos fideos o una cebolla y comemos, y si no vemos”, dice. Habla todo el tiempo de “nosotros”. “Nosotros -remarca-, los que estamos en calle: el que pide, el que vende, el que cirujea. Estamos en la misma. Siempre seguimos para adelante, no hay otra”.