Madres arrepentidas (Regretting motherhood: A sociopolitical analysis, por su título inglés) es el libro de la socióloga israelí Orna Donath sobrevuela cuánto hay de natural y cuánto de cultural en el llamado “deseo maternal”. Para ello, recupera el testimonio de 23 mujeres, algunas de las cuales aseguran que, de haber podido, se hubieran interrogado sobre el "deseo" de ser madres.

La tesis del estudio es que “la presión social persuade e incluso obliga a muchas mujeres a tener hijos. Las que consiguen sincerarse consigo mismas, se dan cuenta pasado el tiempo de que la experiencia maternal no es el cuento de hadas que les habían contado. Que no todo es felicidad y que albergan sentimientos contradictorios. Algunas incluso se arrepienten de haber sido madres", se lee en un artículo que firma Aana Carbajosa en el diario español El País.

La propia Donath aclara que en Israel “la obligación de ser madre está presente en los preceptos religiosos (…) una validez ideológica secular que impregna los decretos ideológicos militaristas, nacionalistas y sionistas”.

Asimismo, hay que destacar que el libro refleja los testimonios de 23 mujeres, una muestra exigua, si se quiere. También podría argumentarse que un abordaje de relevancia requeriría de testimonios que reflejen las distintas realidades que atraviesan a las mujeres y condicionan su existencia.

Pero, y más allá de todo lo que hubo antes y vendrá después, el “deseo de ser madre” es lo que está en cuestión. Dicho de otro modo: la imposibilidad de interrogarse por si tal cosa existe. Dicho de recontra otro modo: por contar con el “beneplácito biológico” de poder procrear, ¿estamos obligadas a querer hacerlo?

Un planteo herético en un país donde el aborto se lee como un asesinato.

En Madres arrepentidas se leen testimonios como el de Carmel, mamá de un joven de entre 15 y 20 años: “Hasta el día de hoy fantaseo con la idea de que caiga enfermo y se muera. Si le ocurre algo, yo me muero, pero en cierto modo me sentiré aliviada. Es horrible, sé que decir esto es una atrocidad, pero es la verdad".

O el de Sophia, una mamá de dos niños de entre tres y cinco años, que, al igual que el anterior textual, reproduce el diario El Mundo: “Soy buena madre. Los quiero, leo libros, intento darles una educación mejor y mucho amor y cariño. Pero aun así odio ser madre. Lo odio. Odio ser la que tiene que poner límites, la que tiene que castigar. Odio la falta de libertad, de espontaneidad... Si me viniera el genio de la lámpara y me preguntara «¿Deseas que los haga desaparecer como si nada hubiera ocurrido?», le diría que sí sin dudarlo".

¿Por dónde pasaría la cosa entonces? Por desmontar el discurso patriarcal que reduce a la mujer a la condición de madre y a su cuerpo a la condición de vientre-envase.

¿Qué no? Cuántas veces, si sos mujer, te preguntaron por “tus ganas de tener hijos”. Y cuántas veces le hicieron a misma pregunta, digamos, a un hermano o a un amigo.

Es verdad que las valoraciones del tipo “te vas a quedar seca” ya casi no se oyen, pero una de las preguntas más repetidas en un reportaje a una mujer en un cargo jerárquico (de las pocas que hay) es “¿cómo conciliás tu trabajo con la crianza de los hijos?”

Y una mención aparte merece la publicidad de un medicamento cuyo cierre es “las mamás no tienen días libres.”

Estos ejemplos no hacen más que reforzar el estereotipo de la madre abnegada o la que no se permite “hablar mal” de su condición de procreadora.

Lo que está en juego es el discurso en torno a la maternidad y su obligatoriedad.

Y es a consecuencia del empoderamiento que cada vez más mujeres discuten ese destino universal de envase-vientre, desnaturalizan cualquier oración en la que se cite al “instinto maternal” (sí, somos tratadas como animales) o al “reloj biológico”, y optan por no tener hijos porque “no quieren” (y no por eso dejamos de ser mujeres).

Y también, como correlato de lo anterior, cada vez más mamás discuten eso de que los hijos son sinónimo de felicidad.