Hay algo en la atmósfera del lugar que quiere decir y dice. Es parte del aire y sus partículas. Cada rincón de la ciudad de la furia sabe que por un rato esto solo será clásico. Solo eso. Noventa minutos que se vienen jugando desde el fondo mismo de los tiempos. Noventa minutos que saben de títulos y palomitas, y zurdas benditas. Con “locos” y “ángeles” engrandeciéndolo todo.
Noventa minutos donde alguien es capaz de envejecer una vida entera apenas en la primera jugada del derby. Noventa minutos donde parece que te falla la respiración y que no llegas al segundo tiempo ante tanta angustia provocada por un insignificante marcador de punta que con mil partidos en primera todavía no sabe cerrar para afuera. Noventa minutos donde afloran rabias contenidas y dolores externos y lejanos.
Hay algo en la mirada de la gente. Un rumor en la calle que dice en sus gritos y fundamentalmente en sus silencios. "La vida es eterna en noventa minutos", afirma voz en cuello el relator cargado de lugares comunes y parafraseando burlonamente al poeta que no sabe y ni le importa la ley del off side o si juega de 9 Veliz y lo marca Ditta.
Noventa minutos que se vienen jugando desde el fondo mismo de los tiempos. Noventa minutos que saben de títulos y palomitas, y zurdas benditas
“Y que feliz habrá vivido”, me afirma autoritariamente un hincha que a esta hora del cruel suspenso, desearía ser apenas un vulgar y lejano simpatizante del Locarno de Suiza. Desentendido de todo. Ajeno a todo. Pero es de acá y lo sabe. Y carga con todos los pesares que despierta un clásico el rato antes de iniciarse la contienda. Allí donde arde la pasión vestida de futbol y su folklore cotidiano de bordes y confines.
Es que al fin y al cabo, esto es el futbol grita otro. ¿Una fiesta? O eso debería.- A esta altura todo este desenfreno clásico es parte del aire. Y en un rato partido. Ahí donde se terminan todas las palabras. Todas. Por noventa minutos.