Mientras el cordón de violencia que se consolida en los barrios de Rosario provee todos los días material para la crónica sangrienta, en las zonas donde las guerras de los grupos narco se miran por televisión la inseguridad también avanza y condiciona la vida de los ciudadanos, que ante la reiteración y la gravedad de los hechos modifican costumbres, agregan cuidados y adquieren un expertise en una situación jamás deseada: ser víctimas.

Sí, nos estamos volviendo expertos en cómo reaccionar ante una situación violenta, un asalto, un robo, un arrebato. Nos enseña la propia experiencia y también la ajena. 

La pesadilla de Federico

 

Federico vive en el macrocentro con su esposa y sus dos pequeños hijos. Tiene dos empleos porque, como a tantos habitantes del infierno inflacionario, uno no le alcanza: vivimos en un país –la Argentina punk– donde el sueldo que percibe un tercio de los trabajadores está por debajo de la línea de la pobreza. Además, es miembro de una iglesia evangélica que tiene una escuela, donde colabora como voluntario.

Una noche cálida de febrero a Federico le robaron el auto. Había salido con su familia y cerca de las 9 de la noche volvieron a su casa. Estacionaron enfrente y cuando él y su esposa sacaban a los chicos de las sillitas de seguridad que ocupaban los asientos de atrás llegaron cuatro muchachos caminando. Dos de ellos les apuntaron con armas, mientras los otros dos se subieron al coche. Uno de los que se quedó en la vereda le quitó el celular y la llave del rodado a Federico, que estaba con uno de sus hijos en brazos. El otro, que tendría unos 15 años, desistió de hablar cuando la mujer le dijo que lo conocía de la escuela, si no había sido su alumno. Ella, que tenía al otro hijo upa, consiguió conservar la mochila donde guardaba, entre otras cosas, la llave de la casa. Entonces, los dos pibes armados se metieron en el auto, se sentaron como pudieron sobre las sillitas. Arrancaron el auto y se fueron a toda velocidad.

“No nos pasó nada, qué alivio”, pensó Federico, a pesar del robo sufrido. No sabía que la pesadilla no había terminado.

Sin demasiada esperanza, hizo la denuncia en la comisaría de su barrio. Mientras tanto, escéptico sobre el accionar policial, su padre salió con su propio auto a buscar el vehículo que le habían sustraído. Recorrió primero las calles de la zona, después recibió un dato de un desarmadero cercano y en un momento dio con alguien que dijo saber dónde estaba el rodado pero exigió el pago de un rescate.

Es habitual que los autos robados terminen desguazados en un desarmadero.

Federico decidió no pagar y siguió los trámites ante el seguro. Pero en una de sus recorridas el padre encontró el coche en el borde de una villa ubicada a unas 20 cuadras de donde se produjo el robo. Estaba en una calle muy transitada, por la que pasan colectivos y, claro, también patrulleros. ¿Buscó la policía el auto robado?

No se hizo esa pregunta Federico, que fue a la comisaría y luego, después de buscar una copia de la llave, a recuperar el auto acompañado por dos agentes en moto. No fue tan simple: tuvo que esperar seis horas allí, absolutamente expuesto, a que llegaran los peritos que tenían que tomar las huellas que dejaron los delincuentes. Se le hizo eterno, le dio miedo. Pero al fin consiguió llevarse de nuevo parte de lo que era suyo (el auto, no el celular).

Coche al freezer

Sin embargo, no se animó a volver a usarlo. Alguien le recomendó que “freezara” el coche para no ponerse en riesgo, pues los ladrones aún contaban con la llave y además seguramente ya lo tenían claramente identificado después de las seis horas en las que se quedó de guardia a la espera de que tomaran las huellas. Lo dejó guardado. Al trabajo iba en bicicleta. Con su familia acotaron las salidas hasta que en un momento no aguantaron más. Entonces empezaron a moverse caminando, sin celular ni billetera y nunca de noche. 

Pasado un mes, con los primeros fríos, volvió a sacar el auto con algunos recaudos de seguridad que antes no tenía, entre ellos una barra antirrobo que traba el volante e impide arrancarlo.

El viernes pasado Federico se levantó temprano, como todos los días. Aún estaba oscuro cuando fue a buscar el auto. Se subió y cuando buscaba la llave para destrabar la barra antirrobo, un muchacho en una moto se le puso a la par. Le golpeó el vidrio y le exigió el celular y la billetera. No llegó ni a mostrarle un arma. Pero Federico ni lo pensó: le dio el teléfono nuevo, por el que tiene que pagar aún ocho cuotas, y los 60 pesos que llevaba encima. El ladrón le exigió también que arrojara la llave del auto por la ventanilla, para asegurarse que no lo persiguiera.

Valor vida

Jamás lo hubiera perseguido. Porque entendió que lo único a preservar era el valor de su propia vida, como en el robo anterior lo había hecho también junto a su esposa y sus dos hijos. 

Federico cree que su (no) reacción ante los hechos que lo tuvieron como víctima estuvo influida por lo que ya vivió en robos anteriores, en lo que pasó gente cercana e incluso por lo que publican los medios. De hecho, la semana pasada hubo profusa cobertura periodística sobre los casos de dos personas asesinadas para robarles sus vehículos: Omar Fernández por un auto y Mauricio Guzmán por una moto

Pero la sensación de desprotección, de vulnerabilidad, no terminó allí para él y su familia. Es que los cuatro estaban el sábado en el templo evangélico de Oroño y 27 de Febrero, cuando un hombre irrumpió supuestamente armado –luego de que lo redujeron se comprobó que era una réplica– para “dar a conocer un mensaje”.

Fueron momentos de pánico, en los que temió que fuera un robo “piraña” e incluso que se produjera una situación que en estas pampas aún suena lejana: que se tratara de “un loquito” que quisiera efectuar un ataque masivo al estilo de los que cada tanto se producen en escuelas o universidades de Estados Unidos.

La naturalización de lo antinatural

 

Adrián Forni, fallecido exjefe de la Policía de Rosario.

Hace algo más de un año, el 9 de abril de 2021, el entonces jefe de Policía de Rosario, el comisario Adrián Forni –fallecido por Covid poco después–, sugirió a la población "no reaccionar" ante un robo para evitar situaciones más tensas o desenlaces que tienen consecuencias penales. También dijo que notaba un crecimiento en el uso de la violencia por parte de los delincuentes a la hora de cometer delitos.

"Cuando lamentablemente somos víctimas de un hecho delictivo hay que dejar que pase lo más rápido posible; que se despegue rápido de uno y de los familiares. Hay hechos que ante el intento de reacción para defenderse hay muerte", expresó entonces el jefe policial en un diálogo con Radio 2.

Las palabras de Forni –un jefe policial muy reconocido por su profesionalismo– evidencian la resignación de quienes deben garantizar la seguridad. Y eso, a su vez, explica la conclusión de Federico ante todo lo que atravesó desde febrero hasta acá: “Estamos entregados porque sabemos que nos pueden matar”.   

Entonces, si sabemos que sufrir un hecho delictivo es algo de altísima probabilidad, buscamos estrategias ya no para evitarlo sino para que el costo sea el menor posible, para mantenernos con vida. Así, se construye una cultura, aprendemos a ser “buenas” víctimas. Y también cambiamos nuestros usos y costumbres: hay familias de clase media que ya no se permiten estar fuera de casa después de las 19, que tienen un “celular muleto” que usan solo para comprar con Billetera Santa Fe, que resignan por completo la posibilidad de habitar el espacio público. 

En sectores de ingresos más bajos, donde hay menos herramientas para llevar el día a día puertas adentro y el sonido de las balas es omnipresente, también la cotidianidad se ve condicionada por la ola de violencia, incluso con mayor dramatismo: “Los chicos quieren salir a jugar, no entienden que no pueden”, dijo días atrás el papá de una chica de 9 años herida en una balacera de zona suroeste.

Así, la desigualdad que está en el origen de la bangdemia –certero neologismo creado por el periodista Javier Felcaro para describir la situación de Rosario– también se hace evidente en sus síntomas: se padece de forma diferente en los sectores medios y bajos; y si bien los de ingresos más altos no son indemnes, cuentan con recursos para atravesar la crisis de manera más airosa.    .  

Mientras tanto, la apuesta del Estado, que por complicidad o impotencia fracasa sistemáticamente en el abordaje del problema, es que naturalicemos lo antinatural: en una simplificación extrema, la multiplicación de los homicidios en los barrios y los robos en el centro. El éxito que parece tener en ese cometido no evita que se alimente una bola de nieve de efectos imprevisibles: ¿qué es lo que estamos incubando de cara al futuro?