Una tarde de invierno al filo del descenso, un hincha de Gimnasia se murió de un infarto en la platea “René Favaloro”, sobre el cemento partido del viejo estadio del Bosque platense. Quizás no exista una metáfora más certera de lo que significa el fútbol en Argentina: esperar con ansiedad el momento en el que lo único que está asegurado es el sufrimiento, la arritmia, la palpitación artera. Todo a cambio de una alegría efímera, de un “aguante” irracional, de un grito salvaje que dice que “en las malas mucho más”. De vez en cuando, una goleada a favor le da respiro a las uñas. Pero no es lo mismo; el hincha implora por un gol “en el último minuto y con la mano”.

“Con la mano, como el de Diego a los ingleses, así les quiero ganar a esos muertos”. Maradona, el tótem argentino, está de vuelta por acá, en su tierra. Como un ángel exterminador, Diego nos corrió otra vez del eje, nos atrapó, nos interpeló, nos obligó a opinar, a sentar posición, a amarlo, a odiarlo, a angustiarnos por anticipado porque eligió un lugar incómodo para sentarse, a estallar de felicidad porque otra vez vamos a poder ver de cerca a la leyenda.

La leyenda dice que Gimnasia es barrio en La Plata. Es barro, es suburbio, mocosos con ruido en la panza corriendo atrás de una pelota en “El Mondongo”. Solo en esa génesis se explica que sus hinchas puedan equiparar en número (algunos sostienen que los superan) a los de Estudiantes, en la rivalidad más desigual de la historia del fútbol. Tal vez, antes de decirle que sí al Lobo, Maradona se miró en ese espejo de patas sucias, de ninguneados, de empujados a los márgenes. Quizás vio una pintura de su Fiorito. O tal vez no; a lo mejor solo lo hizo por sus indomables ganas de sentirse vivo, por la sangre rebelde que le corre por las venas o simplemente para joderles un poco la vida a los que piensan que solo es “un pobre negro drogadicto”. Lo cierto es que, contra todos los pronóstico, Diego está otra vez de pie y ofreciendo su corazón.

Ofreciendo su corazón vivió René Favaloro, el hincha más famoso e ilustre que tuvo Gimnasia y Esgrima de La Plata. Hay una foto que describe el amor del médico hacia el Lobo: en una cena, a Favaloro le acercaron una camiseta azul y blanca. No se la puso, no la besó, ni siquiera alteró el prolijo doblado que tenía. La acercó a su pecho y la abrazó como a una hija. “Gimnasia está en el único lugar posible dentro de mí: el corazón”, le dijo el enorme René a la revista El Gráfico en 1993, siete años antes de que una bala y la burocracia se lo llevaran a la tribuna de arriba.

De arriba viene el alma tripera de Favaloro. De abajo sube el espíritu revolucionario de Maradona. Los dos conviven en el gen argentino; ambos están hechos de estoicismo, como Gimnasia. Como en un cuento saeriano, dos personajes tan iguales y tan distintos como un médico y un futbolísta pueden convivir en un lugar difuso, que no se sabe si es París, La Plata o un pueblo de la llanura santafesina. Porque, en definitiva, Favaloro y Maradona no son de nadie y son de todos.