La nueva Constitución de la provincia de Santa Fe dejará estampado en su letra molde algo que marcará un hito en la historia social y religiosa: no habrá religión oficial. Se deja atrás el carácter confesional del Estado, que durante más de medio siglo sostuvo el privilegio del catolicismo. El nuevo texto propone una articulación con todos los credos bajo un esquema de igualdad, neutralidad y colaboración. Hubo debate puertas adentro, pero al final primó el humo conciliador del acuerdo.
Con la fuerte influencia de las iglesias evangélicas cercanas al gobernador —aunque transversales en todos los partidos— y la aceptación de las autoridades católicas, la provincia decide desprenderse por primera vez de la confesionalidad. Lo hace en un tiempo en que las instituciones buscan reforzar su legitimidad y amplios sectores de la ciudadanía reclaman igualdad, sin distinciones de credo ni privilegios heredados de épocas en que el Estado se confundía con la religión.
El texto vigente del artículo 3 establecía: “La religión de la Provincia es la Católica, Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida…”. La reforma suprime esa confesionalidad y dispone que la provincia no adoptará ninguna religión oficial, consolidando su carácter de Estado laico.
El gesto no es menor. Toda Constitución dibuja el límite entre lo público y lo privado, entre lo que pertenece a la esfera común y lo que corresponde al ámbito de la fe. Cuando esos límites se diluyen, aparece la tentación teocrática: la pretensión de un credo de erigirse en voz única del bien y del mal, condicionando leyes, costumbres y derechos. Esa tentación no siempre se expresa en dogmas, sino en privilegios silenciosos, en ventajas económicas o en reconocimientos simbólicos que inclinan la balanza.
Este cambio responde a una vieja proclama: la clara separación entre Estado y religión. Ahora se asegura la distinción entre el orden civil y el religioso. El Estado ya no tendrá un vínculo privilegiado con una religión específica y reconocerá a todos los cultos legalmente reconocidos con criterios de autonomía, igualdad, no discriminación, cooperación y neutralidad, aplicados de forma imparcial.
La tentación teocrática nunca desaparece. Se disfraza de símbolos, de privilegios, de supuestas tradiciones que reclaman permanencia
El objetivo de inclusión fue celebrado por pastores evangélicos. Walter Ghione, pastor y convencional constituyente, afirmó que la nueva redacción “pone a todos en igualdad de condiciones” y recalcó que no se excluye a ningún culto, sino que se busca su incorporación equitativa.
La Iglesia Católica también había promovido meses atrás una reforma en esa dirección, inspirada en el Concilio Vaticano II, que buscaba la integración de todas las Iglesias y religiones. El arzobispo Sergio Fenoy y el obispo auxiliar Matías Vecino sostuvieron que “la provincia no es, ni puede ser, de ninguna manera católica”, abogando por un reconocimiento plural y sin privilegios.
La reforma no afectará el funcionamiento de las escuelas confesionales católicas ni impedirá su existencia o desarrollo. Podrán continuar operando, pero sin privilegios estatales.
El nuevo artículo 3 busca restablecer el equilibrio. No niega la religión ni la desplaza a la oscuridad: la reconoce, la respeta y abre un espacio de cooperación con todos los cultos. Pero le retira al catolicismo la investidura oficial que lo convertía no solo en una fe, sino en una condición del Estado. Al hacerlo, la provincia apuesta por la neutralidad democrática: que nadie quede afuera por no creer o por creer distinto. Y que el poder político, tantas veces inclinado a servirse de símbolos sagrados, recuerde que su única liturgia verdadera es la de la justicia y la igualdad ante la ley.
Toda comunidad organizada enfrenta una tensión originaria: cómo convivir con lo sagrado sin ser gobernada por él. Desde los primeros imperios hasta las repúblicas modernas, el poder buscó legitimidad en altares y escrituras, y más de una vez cayó en la tentación de creer que su fuerza se iluminaba en la llama de un dios.
La reforma constitucional de Santa Fe señala un punto de inflexión en esa larga historia. La provincia renuncia a la confesionalidad y rompe con la inercia de un Estado que aún llevaba inscrito en su Carta Magna el nombre de una religión. No es un gesto contra la fe, sino contra la idea de que el Estado pueda ser poseído por una fe única.
La tentación teocrática, sin embargo, nunca desaparece. Se disfraza de símbolos, de privilegios, de supuestas tradiciones que reclaman permanencia. Resistirla es recordar que el poder terrenal tiene un único mandato: garantizar la justicia como bien común. Y que toda religión, cuando es verdaderamente libre, florece mejor lejos de la sombra del Estado.



