¿Cuántas veces escuchamos en las mesas de café, en los pasillos de las cámaras industriales o en los asados de fin de semana la misma historia? "Necesitamos un tipo de cambio competitivo", "el dólar está atrasado", "así no se puede exportar". Parece el hit del verano que se repite década tras década en nuestra querida Argentina. Pero, ¿y si les digo que estamos ladrándole al árbol equivocado? ¿Y si esa obsesión por la devaluación no es más que un espejismo, "pan para hoy y hambre para mañana", que nos distrae del verdadero cáncer que corroe la competitividad de nuestras pymes?
Hablemos en serio, pedir una devaluación para ser competitivos es una trampa mortal. Sí, te licúa costos en el corto plazo, te da un respirador artificial por unos meses, pero el costo social y económico es devastador. Nuestra gente pierde poder adquisitivo, el mercado interno se desploma —y recordemos que la mayoría de ustedes vive de ese mercado interno— y, lo que es peor para el industrial que quiere jugar en primera, se le cierra el grifo de la tecnología. Porque una industria que se precie, que quiera ganar productividad real, necesita "fierros", necesita importar maquinaria de punta, necesita insumos que en la mayoría de las veces no se fabrican acá. Con un tipo de cambio por las nubes, ¿quién puede reequiparse? Nadie. Entonces, perdemos el tren de la historia, nos quedamos con máquinas atadas con alambre mientras el mundo avanza a velocidad luz.
El verdadero partido, el que define si sobrevivimos o si bajamos la persiana, no se juega en la pizarra del Banco Central, sino en la productividad de las empresas pero también, en la ventanilla de la AFIP y de los fiscos provinciales y municipales. La competitividad estructural no se arregla tocando el dólar, se arregla sacándole la mochila de plomo al que produce. Y para muestra, basta simplemente cruzar la frontera y mirar qué está haciendo nuestro vecino, Paraguay. La comparación no es odiosa, es directamente escandalosa; es un baño de realidad fría que nos debería despabilar de una buena vez.
Imaginen por un segundo que pueden mudar su fábrica unos kilómetros al norte. Misma región, clima similar, pero reglas de juego que parecen de otro planeta. Empecemos por lo básico, el consumo. Cuando ustedes venden un producto acá, el Estado se lleva una tajada gigante antes de que el cliente lo disfrute. Hablamos del IVA. En Paraguay, ese industrial paga un 10%. Nosotros, un 21%. De arranque, nuestros precios tienen un sobrepeso fiscal que los deja fuera de carrera o le quita un pedazo enorme de ingreso disponible a nuestro consumidor. ¿Cómo competís así?
Pero si el IVA les pareció una diferencia notable, agárrense porque entramos en la dimensión desconocida de los impuestos distorsivos. Esos que no existen en los países normales y que acá naturalizamos como si fueran parte del paisaje. Hablemos de Ingresos Brutos, esa cascada perversa que se va acumulando en cada etapa de la cadena productiva. El industrial paraguayo, cuando le preguntan por esto, te mira con cara rara. "¿Ingresos Brutos? Acá eso no existe, cero". Cero. Nada. Mientras tanto, acá nosotros lidiamos con alícuotas que van del 3% al 6%, que se cobran sobre el total facturado, sin importar si ganaste o perdiste plata. Es un impuesto a existir, básicamente. Te castigan por mover la rueda, no por la rentabilidad.
Y hablando de rentabilidad, supongamos que sos un héroe, que lograste sortear todas las trabas, que vendiste, que fuiste eficiente y te quedó una ganancia. Llega el momento de compartirla con el socio mayoritario y silencioso: el Estado. Si estás en Asunción, el Impuesto a la Renta Empresarial (IRE) es del 10%. Razonable, ¿no? Te deja un 90% para reinvertir, para contratar, para crecer. Ahora, volvé a tu realidad en Rosario, en el conurbano o en el interior de nuestra pampa: acá el Impuesto a las Ganancias te sacude con un 35%. Es más de un tercio de tu esfuerzo que se esfuma. ¿Cómo vas a capitalizarte al mismo ritmo que tu competidor paraguayo si él tiene tres veces más capacidad de reinversión neta que vos solo por este concepto? Es una carrera de Fórmula 1 donde nosotros corremos con un Fiat 600 y encima con el freno de mano puesto.
La lista de horrores sigue. ¿Se acuerdan del Impuesto al Cheque? Ese que nació como "de emergencia" hace más de veinte años y ahí se quedó, eterno como la humedad. Si le preguntás a un colega paraguayo cuánto paga de impuesto al cheque, te va a decir como he visto en un video viral reciente: "Primera vez que lo escucho". Se te ríen en la cara, con razón. Acá dejamos el 1,2% en cada movimiento bancario. Es un castigo a la formalización, un incentivo directo a operar en negro.
Bajemos al territorio, al municipio, ahí donde tenés plantada la nave industrial. En Paraguay, te cobran una tasa lógica, basada en los metros cuadrados que ocupás. Es una contraprestación por un servicio: alumbrado, barrido, limpieza. Tiene sentido. ¿Acá? Ah, no, acá los municipios vieron la veta y dijeron "nosotros también queremos morder de la facturación". Entonces te clavan tasas de seguridad e higiene que no tienen nada que ver con el costo del servicio, sino que son otro impuesto a las ventas encubierto, que para el comercio y la industria ronda entre el 0,5% y el 2% de lo facturado, pudiendo trepar al 3% o 6% para sectores específicos como grandes superficies, bancos o servicios financieros.
Y llegamos al nudo gordiano de la cuestión argentina: el costo laboral. No el salario de bolsillo del trabajador, que muchas veces es magro, sino la carga que va por arriba. Para que un empleado reciba su sueldo, la pyme argentina tiene que poner una montaña de plata encima. Estamos hablando de cargas laborales que rondan el 48% (jubilación, obra social, ART, seguro de vida, asignaciones, etc.), todo a cargo de la empresa según la visión del industrial que hace los números finos a fin de mes. Es una barrera de entrada al empleo formal gigantesca. ¿Del otro lado de la frontera? La carga total es del 25,5%, y encima se reparte: 16,5% pone la empresa y 9% el empleado. Es un sistema que invita a contratar, que no penaliza el crecimiento de la nómina.
Pero si todo esto no fuera suficiente para que te agarres la cabeza, existe en Paraguay algo llamado el régimen de maquila. Para el que quiere producir allá y exportar, el Impuesto a la Renta es del 1%. Leyeron bien. Uno por ciento. Es casi una invitación a mudar las máquinas mañana mismo. En definitiva, contra todo eso tenemos que competir. No contra la productividad del operario alemán o la tecnología del japonés, competimos contra un esquema fiscal vecino que entiende que al capital hay que seducirlo, no espantarlo a garrotazos.
Entonces, estimados colegas, profesionales y empresarios que la reman en dulce de leche todos los días: ¿Vamos a seguir pidiendo que nos arreglen el tipo de cambio? ¿Vamos a seguir comprando espejitos de colores? La devaluación nos empobrece a todos y nos deja sin herramientas para el futuro. El verdadero reclamo, el grito que tiene que unificar a toda la cadena productiva, es la baja drástica de la carga fiscal. No podemos seguir con una mochila de piedras tratando de correr una maratón contra competidores que van en zapatillas de última generación. La productividad no es magia, es condiciones de base. Y hoy, nuestras condiciones de base nos están expulsando del mercado. Es hora de dejar de mirar el dólar y empezar a mirar la factura de impuestos. Ahí está la verdadera batalla por nuestro futuro industrial.

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