La muerte de Sandra Cabrera, a tres años, amerita un relato en dos tiempos.

En mi carrera de periodista, fue el único asesinato político de una persona que traté. A Sandra le había hecho reportajes cuando armó la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar) en Rosario, la entrevistaba frecuentemente. La noticia de su asesinato significó vivir la violencia como un hachazo.

De Sandra impresionaban unas cuantas cosas. La lucidez para desandar los estigmas que caen sobre el trabajo sexual, la claridad para correrse del lugar de víctima, el orgullo que la alejaba de la vergüenza. Ella sabía que tenía derechos, y se había fortalecido para conquistarlos.

Nunca olvidaré la fiesta de Ammar que organizó durante el Encuentro de Mujeres, en 2003, en Rosario. Repleta de emoción, de fotos de sus compañeras, de palabras de gratitud, como también de lucha. No por eso se olvidó de conseguir la música, de hacer la torta, de garantizar la diversión. Sandra avasallaba. "Tengo una denuncia, no puede ser que nos sigan apretando a las compañeras", avisaba por teléfono, y en pocos minutos caía en la redacción con precisiones. Es difícil todavía hoy entrar en la pequeña oficina de Ammar sin extrañarla. Aunque sus compañeras hayan continuado con la tarea de una manera mucho más que digna.

Después del 27 de enero, Sandra se convirtió en un emblema de Ammar en todo el país. Y la causa que investiga su muerte, en una vergonzosa muestra de la impunidad del poder. El juez de instrucción que tomó la causa desde el principio, Carlos Carbone, entrevistó a 300 personas para determinar el procesamiento de Diego Parvluczyck, el policía de la Federal de quien Sandra estaba enamorada. Difícil entenderlo. Que tuviera una relación sentimental, y
otros acuerdos, con uno de los que la perseguían. Tampoco puede juzgarlo quien no haya vivido la calle, con sus códigos de supervivencia. Y además, sólo una sociedad que no puede metabolizar su violencia política requiere de víctimas impolutas para exigir justicia.

Cuando la Cámara de Apelaciones decidió que no había elementos suficientes, y Parvluczyck quedó libre; Carbone hizo pública su convicción sobre la solidez de la investigación. Había trabajado, salió de los Tribunales a tomar testimonios, se esforzó por saber qué había pasado. Eso sí: llegó hasta el autor material, no indagó sobre responsabilidades políticas, sobre la cadena de poderes aliviados con la ausencia de Sandra. Pero sobre la culpabilidad material, el auto de procesamiento concentró una gran cantidad de indicios que el juez consideró suficientes. Lo dijo por radio. El abogado del acusado, rápido de reflejos, pidió que lo recusaran por
prejuzgamiento.

Desde que el juez Alfredo Ivaldi Artacho tiene la causa, nada pasó. Ningún testigo, ninguna garantía para que las compañeras que vieron irse a Sandra en la madrugada del 27 de enero cuenten lo que saben, ninguna medida que permita avanzar. En mayo, el sobreseimiento del sospechoso puede ser definitivo. Y Sandra Cabrera será otro asesinato impune. La violencia política sumó una víctima. Y también creció la impotencia de la sociedad para combatirla.