Sabrina Ferrarese
Nacidos y multiplicados en los 90, los minimercados coparon las calles del centro y los barrios de la ciudad con una propuesta de 24 horas de servicio, sin interrupción. Hoy, forman parte de la movida nocturna y le hacen sombra a bares y boliches por su clima relajado que invita a la charla con amigos y, sobretodo, por sus precios bajos, bien al alcance de los mini bolsillos.
Parece un mismo lugar repetido en diferentes espacios. La arquitectura de los minimarkets revienta de vidrio y plástico, como cajas de cristal donde todo sale para afuera. Siempre muy iluminados, limpios y ordenados, son ámbitos de omnipresencia publicitaria que deja de lado el nombre del comercio para salvaguardar la esencia misma del minimarket.
Esa identidad es la que atrae a miles de adolescentes entre 16 y 23 años, en su mayoría, a vivir sus noches repetidas en los diferentes exponentes que abriga la ciudad, concentrados en el centro urbano. Su popularidad crece año a año quedando plasmada en una postal de calles y veredas unificadas, como si lo privado fuese extendido a lo público, tanto como las vecinas y vecinos que veinte años atrás, sacaban sus reposeras e historias al barrio, mientras los pibes del club tomaban el porrón sentados en el cordón de la vereda.
Enemigos del ruido

La espectacularidad del minimarket pareciera apagarse ante la aparición de nuevos bares de diseño y boliches repletos de pufs, velas y aire oriental. Sin embargo, gran cantidad de chicos no sienten tal comodidad y prefieren las sillas y mesas de madera atornilladas a la pared o bien, las típicas mesitas cerveceras puestas en la vereda, siempre iluminados por las bajo consumo.
“Podemos tener un rato tranquilas, con música tranqui, no tanto quilombo y más tranquilidad”. Curiosamente, Jessica, con sólo 19 años, añora tranquilidad y parece que la logra en un minimarket muy concurrido del centro. Lejos de la imagen del típico adolescente exaltado, en el lugar, tanto la joven como el resto parecen disfrutar de una calma especial. Sentados en grupos o parejas, los chicos charlan, mientras toman gaseosas o alguna bebida con alcohol, se levantan para ir al baño o para comprar algo, atienden el celular o miran de reojo las imágenes que la televisión –infaltable en los minimercados- arroja en un sinsentido. De fondo, la música suena no muy fuerte, dando permiso a la palabra y alivio al oído a la vez que el encargado no deja de atender el quiosco, condición sine qua non para la existencia del minimarket.

Afuera, la magia continúa bajo el reflejo de las luces internas. Dispuestas en fila, las mesas se suceden a lo largo de la vereda y lejos del aire acondicionado, los chicos se sueltan más. Botellas de cervezas, vodka y naranja y algunas de vino blanco aparecen en el festejo de un cumpleaños que se desarrolla muy feliz. Tres amigos del cumpleañero que rondan la mayoría de edad coinciden en que la propuesta de los minimarkets “gana por ser lugares tranquilos, sin lío y donde se puede charlar”. El mayor de ellos comenta: “Hablamos un rato al pedo, jodemos, tomamos algo y encaramos para el boliche. No vamos a un bar porque acá estamos al aire libre y porque en un bar te sale más caro, aparte hay otra música, más acorde al boliche”. De los parlantes, la marcha empieza a ponerlos a tono con lo que va a venir.
Miniprecios para una gran noche
Al rosarino le encanta buscar el artículo económico de buena calidad. Los hijos de la democracia han absorbido esta forma de vida, tal es así que reniegan en las boleterías de los boliches y mufan en las barras ante los “exorbitantes precios” que manejan los boliches bailables. Por eso, son amigos de los minimarkets, en donde los precios al público mantienen el estándar de los supermercados y el porrón frío se consigue a 4 pesos.
Un grupo de chicos y chicas se apoltrona junto a la vidriera lateral, por donde ven la calle. Los une la pasión por el punk rock y esta noche toca Doble Fuerza, banda del género, de Buenos Aires. En el minimercado matan la espera con Coca Cola y una buena conversación. Imanol tiene 22 y sabe bien qué hace ahí: “Tengo mis razones, no me gustan los boliches, los bares son feos y los minimarkets son más baratos”. Y sigue: “Lo que tienen los minimarkets es que se puede hablar, cosa que no se puede en los boliches. Bailar no me interesa porque no tengo ritmo en la sangre entonces, venir a un minimarket me permite tomarme una cerveza tranquilo con amigos que no veo en la semana”. “Es más barato, mil veces, venir acá que irte a un bar que te cobran 6 mangos una cerveza”, afirma una de sus amigas.
Sólo quiero rock and roll
La dinámica se supone clara: cada grupo a sus cosas sin mucha interacción con el resto de las mesas vecinas. “Por ahí hablás con otras personas, siempre algún pesado viene hablarte”, dice Girli con una mueca de fastidio. “No me molesta mientras vengan respetuosamente a hablarte, todo bien, ahora si se vienen en pelotudos, no”, dice sin vueltas. Débora explica: “Lo que pasa es que interrumpe la charla con los chicos. Es el típico pelotudo que viene y te dice “Hola, me siento…”
En la mesa de atrás Rocío, Ludmila y Georgina toman un vinito espumante. Se conocen a través de sus novios que son amigos y esta noche decidieron salir por su cuenta. “Casi siempre vamos a minimarketes del centro y también cerca de la Terminal de Ómnibus”, cuenta Rocío, cuasi experta en estos lugares ya que también trabajó en uno. “Vamos rotando por cualquier lado, nos juntamos y después vamos a bailar, así cambiamos”.
Sin embargo, no es regla. En la vereda, chicos y chicas de diferentes grupos se han fusionado. Ellos, sin remera por el calor agobiante, aún pasada la una de la madrugada, se divierten tragando más y más cerveza y a la par, las chicas lookeadas, de pelo rebajado y zapatillas de punta ancha, se dejan despeinar por el viento previo a la tormenta. A su lado, los autos pasan a gran velocidad y la gente con recuerdos de piedras y gastos imprevistos se pelea por tomar un taxi que la salve del chapuzón. El alcohol surge efecto y la risa es más fuerte, nada es más importante ahora que pasarla bien.