Sabrina Ferrarese

Tarde de marzo en Rosario. La ribera central es buen refugio para deportistas saludables, tomadores de mates, paseadores de perros, amantes y otros, que solamente buscamos sol y aire a paso lento. Toda esa diversidad convive en un clima armónico, al punto que se respetan las dos manos en el sendero peatonal, incluso el verde aparece bastante limpio y los cestos de basura llenos. El río lo envuelve todo.

Entre Italia y Dorrego surge lo impensado. Sobre avenida Illia, un cuidacoches le da varias piñas a una mujer dentro de una camioneta. Ser testigo acelera el corazón pero no la marcha. Sobre todo la de un auto que pasa por ahí en ese momento. Uno de sus ocupantes increpa al agresor que se distrae, deja en paz a su víctima y corre por más acción.

Es un chico joven el que se baja. Empiezan los gritos entre ambos, el “trapito” recurre a lo que tiene a mano: flor de baldosa es la que le arroja a su oponente. Pero gracias a su mala puntería, sólo consigue que estalle en un vehículo estacionado. Hay más corridas y, finalmente, sin más, ambos retoman sus vidas. Uno vuelve a la esquina y a sus tarros y el otro, regresa al auto para seguir viaje.

En el medio de semejante escena, llamo al 911 y después a la Municipalidad para denunciar lo que acabo de ver. En la retina, todavía palpita la imagen de las manos de la mujer tratando de cubrirse la cara para resistir los golpes. Siento haber visto una película muda, terrible y triste.

La violencia conforma la solución posible a los problemas de muchos, a veces a las patadas, a veces a los tiros. No importa dónde, no importa por qué.

Pero ese ánimo no sólo reinaba en ese tramo de la avenida. Más tarde, surgió en los comentarios de aquellos con quienes intenté compartir lo vivido. La violencia también atraviesa la voz. Todavía estaba conmovida cuando un vecino muy querido, en respuesta me señaló: “Lástima que no estaba ahí, sacaba un fierro del auto y se lo daba en la cabeza. Odio a los cuidacoches, hay que matarlos a todos”.

Menos contundente, el mozo que me alcanzó mi café con leche en un bar de la zona, me confesó, con una confianza de amigos, lo que pensaba al respecto. También odiaba a quienes cuidan autos como forma de vida y como si tuviera alguna conexión, agregó: “Este país no sale adelante más si les siguen dando planes a los que no trabajan”.

Terminé lamentando mi maldita costumbre de sacar charla. ¿Por qué no les hablé del tiempo?