¿Es posible vivir de los intereses que generan los intereses de los intereses de nuestro capital? Para la mayoría, esta idea suena a una fantasía lejana, una meta reservada para unos pocos elegidos en el olimpo financiero. Hace ya varias décadas, a Emilio Botín, el histórico presidente del Banco Santander, le preguntaron si se consideraba millonario. Su respuesta fue tan contundente como reveladora: “Sí, claro, millonarios hay muchos, eh, ricos ricos somos pocos”. La diferencia, según él, radicaba precisamente en esa capacidad de vivir no ya de las rentas del capital, sino de la renta que genera la propia renta. Un trabalenguas que define la verdadera libertad financiera.
Ahora bien, ¿significa esto que el resto de los mortales estamos condenados a correr la rueda del hámster por siempre? ¿Es una utopía inalcanzable para el dueño de una pyme en Santa Fe o para un profesional independiente que la rema todos los días? La realidad es que, si bien la cima de Botín puede ser lejana, existe un camino plagado de hábitos y decisiones inteligentes que pueden transformar radicalmente nuestra salud financiera a lo largo de los años. Son prácticas que muchos conocen de oído, pero que muy pocos aplican con la disciplina necesaria. Y es en esa aplicación, en ese compromiso diario, donde reside la diferencia entre la zozobra constante y la tranquilidad de saber que se está construyendo un futuro sólido.
El primer paso, que parece de cajón pero es donde la mayoría tropieza, es gastar menos de lo que se ingresa. Una verdad de Perogrullo que, sin embargo, choca de frente con una cultura que nos empuja al consumo inmediato. El problema de fondo es una confusión casi existencial entre lo que es una necesidad y lo que es un deseo. ¿Es realmente indispensable tener el último modelo de iPhone, que puede costar más de mil dólares, cuando uno se queja de no llegar a fin de mes? Quizás un teléfono de doscientos dólares cumpliría la misma función básica. Lo mismo aplica a unas zapatillas de marca, a un reloj caro o a esas vacaciones que están claramente por encima de nuestro presupuesto. Vivimos en una sociedad que nos tienta a vivir un escalón por encima del que nos permiten nuestros ingresos reales, y la herramienta para lograrlo suele ser el endeudamiento. Acostumbrarse a este ciclo es construir un castillo de cartas financiero, listo para derrumbarse ante el primer soplo de viento. Ser brutalmente honestos con nuestro nivel de vida real y ajustar los gastos a esa realidad es el cimiento sobre el cual se construye todo lo demás.
Una vez que ordenamos las salidas de dinero, el siguiente hábito es, quizás, el más revolucionario: pagarse a uno mismo primero. ¿Qué significa esto? Significa que, apenas recibimos nuestros ingresos, antes de pagarle al proveedor, al alquiler o a la AFIP, un porcentaje de ese dinero debe ser apartado. Idealmente, un 10%. Si ingresan 1.000, 100 deben salir automáticamente hacia otra cuenta, una cuenta intocable. Es un cambio de mentalidad radical. Ya no pensamos "gano 1.000", sino "gano 900", y adaptamos nuestra estructura de costos a esa nueva realidad. El secreto para que esto funcione es la automatización. Programar una transferencia automática el día después de cobrar elimina la necesidad de la fuerza de voluntad. Ese dinero apartado es el germen de nuestro futuro: primero servirá para construir un fondo de emergencia y luego, para la inversión. Al hacerlo, estamos tomando una decisión poderosa: le estamos dando más importancia a nuestro yo del futuro que a los caprichos del presente inmediato.
Claro que para poder gastar menos y ahorrar, primero hay que saber adónde se va el dinero. Y para eso, es fundamental llevar un control de los gastos. Es materialmente imposible mejorar algo que no se mide. No hace falta un software de la NASA; una simple hoja de cálculo es suficiente. Anotar, aunque sea por grandes categorías, cuánto se destina a ocio, a comida, a transporte, a insumos para el negocio. En el momento en que empezamos a apuntar cada salida, la relación con el dinero cambia. Empezamos a detectar fugas, esos pequeños gastos innecesarios, suscripciones olvidadas que siguen debitándose mes a mes, o simplemente la falta de optimización, como no aprovechar ofertas o descuentos por pagar de otra manera. Hoy en día, muchas aplicaciones bancarias incluso nos ofrecen gráficos que desglosan los consumos con tarjeta, pero no hay que olvidar el efectivo. Registrarlo todo nos da el poder de decidir con información, no por impulso.
Con ese 10% que comenzamos a separar religiosamente, el primer objetivo es crear un fondo de emergencia. La vida, y los negocios, están llenos de imprevistos. Se rompe una máquina clave, un cliente importante se atrasa en un pago, surge una enfermedad inesperada o, en el peor de los casos, una caída abrupta de las ventas. Tener un colchón financiero equivalente a entre tres y seis meses de gastos fijos cubiertos cambia por completo la perspectiva. Esa reserva de seguridad nos da la tranquilidad para tomar decisiones sin la soga al cuello. Es tener el riñón cubierto. Una vez que ese fondo está completo, la sensación de bienestar es inmensa; es el cabo de seguridad que nos permite navegar las tormentas sin que el barco se hunda.
Ahora bien, el ahorro por sí solo no es suficiente. Dejar el dinero quieto en una cuenta corriente o, peor aún, debajo del colchón, es una sentencia de muerte lenta para nuestro poder adquisitivo. La inflación es ese impuesto silencioso que se come el valor de nuestro dinero día a día. Pensemos en los sueldos de nuestros abuelos; en términos nominales, ganaban muy poco, pero el costo de vida era muchísimo más bajo. Ese costo de vida no para de subir, lo que significa que si nuestro dinero no crece a un ritmo igual o superior, en la práctica estamos perdiendo. Por lo tanto, una vez constituido el fondo de emergencia, ese ahorro debe ponerse a trabajar. Es el momento de invertir a largo plazo.
Las opciones son vastas y se adaptan a todos los perfiles. Desde alternativas muy seguras y de baja rentabilidad, como letras del tesoro o bonos de corto plazo que apenas buscan empatarle a la inflación, hasta inversiones con un mayor potencial de ganancia (y de riesgo), como bonos corporativos, la bolsa o incluso el mercado inmobiliario, donde hoy existen plataformas que permiten invertir en ladrillos sin necesidad de comprar una propiedad entera, buscando retornos del 10% u 11%. Lo ideal no es apostar todo a una sola carta, sino construir una cartera diversificada. Un mix de instrumentos con diferentes niveles de riesgo que busquen un crecimiento sólido y eficiente a lo largo de los años. Es aquí donde la magia del interés compuesto entra en juego, ese efecto bola de nieve donde los intereses que ganamos generan, a su vez, nuevos intereses. Como decía Albert Einstein, "es la octava maravilla del mundo. Aquel que lo entiende, lo gana... aquel que no, lo paga".
En este camino, es crucial saber diferenciar los tipos de pasivos y evitar las deudas improductivas. No todo endeudamiento es malo. Pedir un préstamo para comprar una nueva máquina que aumentará la producción, para abrir una nueva sucursal o para financiar un proyecto que, a todas luces, generará un retorno superior al costo del crédito, es una deuda productiva. Es una palanca para crecer. El problema surge cuando nos endeudamos para financiar caprichos, para mantener un estilo de vida que no podemos pagar con nuestros ingresos reales. El crédito para irse a unas vacaciones más lujosas, para cambiar el auto por un modelo más nuevo sin una necesidad real o para comprarse esa joya que vimos en una vidriera. Eso es huir hacia adelante, intentar vivir en un escalón más alto a costa de dinero prestado, lo que genera una dependencia y una fragilidad financiera enormes. Si no estamos conformes con nuestro estatus de vida, la solución no es pedir prestado para aparentar, sino mejorar nuestra capacidad de generar ingresos.
Y esto nos lleva al último punto, que en realidad lo engloba todo: invertir en nuestra propia educación financiera. El mundo cambia a una velocidad vertiginosa. Hace veinte años no existían las criptomonedas ni las tecnologías DeFi. Constantemente surgen nuevas oportunidades de inversión y nuevos instrumentos. Si no nos tomamos el tiempo de estudiar, de leer, de ver videos, de seguir a gente que sabe, es imposible estar al día. Afortunadamente, gran parte de esta información está disponible de forma gratuita en internet. Es solo cuestión de tener la curiosidad y la disciplina de dedicarle tiempo a entender cómo funciona la economía y las finanzas para tomar mejores decisiones con nuestro propio dinero. Invertir en conocimiento siempre rinde el mejor interés.
El camino puede parecer duro al principio. Cuando los ingresos son bajos y las obligaciones muchas, la frustración de sentir que no se puede es grande. Muchos hemos estado ahí, peleando por un salario justo, sintiendo la injusticia de que se valore más al que viene de afuera que al que ya está adentro poniendo el lomo. Pero la única salida es empezar. Empezar a ensuciarse las manos, a soñar y a entender que si no agarramos el pico y la pala, nadie nos va a regalar nada. El esfuerzo inicial puede ser enorme, pero poco a poco, a medida que estos hábitos se convierten en rutina, empezamos a ver los beneficios. Empezamos a notar una mejoría inmediata en nuestra relación con el dinero y, sobre todo, en nuestra tranquilidad mental.

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