A veces asombra observar con qué vehemencia se defiende a un grupo de animales. Y la pregunta que surge inmediatamente es si quienes los protegen, con un sesgo casi fundamentalista, serían capaces de hacer lo mismo por un nene abandonado o alguno de los tantos hombres y mujeres que deambulan por la calle a la deriva.

El inicio de la demolición de una vieja casona en el pasaje Santa Cruz al 300 puso sobre el tapete la existencia de una comunidad compuesta por cerca de un centenar de gatos, todos habitantes de un derruido edificio que supo ser una emblemática confitería bailable consumida por el fuego.

Con el paso de los años, ese sitio se pobló de felinos que hicieron del lugar una especie de guarida en pleno barrio Martin.

Su presencia dividió a los vecinos; a quienes querían mantenerlos ahí y a quienes no los soportaban (el mal olor proveniente de la antigua casa permanecía impregnado en el ambiente).

Cada uno, con argumentos valederos, defendió su posición mientras los gatos siguieron en el mismo lugar incluso sumando compañía.

El derrumbe de la casona y, por consiguiente, la desaparición del espacio contenedor de los felinos provocó una reacción inesperada de sus más acérrimos protectores.

Salieron a la calle en el momento exacto en que el intendente Miguel Lifschitz pasaba a pocos metros del lugar y no dudaron en parapetarse frente a él.  “¿Qué hacemos con los gatitos?”, le preguntaron. Y el jefe comunal quedó atónito. Jamás hubiera imaginado toparse con aquellos defensores de animales desamparados.

Ante la presión, la Municipalidad encontró una solución provisoria y prometió también hallar una definitiva; una actitud que algunos no pudieron dejar de comparar con las necesidades de los chicos de la calle y las acciones para evitar que sigan allí.

¿O será que esos niños no encuentran vecinos que velen por ellos con tanta vehemencia como por los gatos?

 

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