Lo miré detenidamente. Tomaba mate sentado en la punta de la mesa. Tomaba un sorbo y, automáticamente, se servía agua de la pava nuevamente de una manera brusca, haciendo una laguna dentro de su mate. Pero a él poco le importaba. Estaba feliz tomando su mate y mirándonos a nosotros a su alrededor, a su lado. Tanto mis padres como mi hermana y yo lo mirábamos detenidamente.

Estaba tan feliz que llamaba la atención, pues en estos tiempos se podría pensar que resulta difícil estar contento. La pandemia de coronavirus nos obliga a resguardarnos en casa y evitar cualquier contacto con el exterior. La gente está preocupada y atemorizada por la situación. Pero aun así, mi hermano estaba más feliz de lo que usualmente está.

Chucho, quien tiene autismo, no dejó de sonreír y reír ni un momento desde iniciada la cuarentena. Todos pensamos que le iba a costar llevarla, ya que sus actividades diarias que tanto disfruta realizar, como equinoterapia, musicoterapia, natación, etc., habían cesado; pero nos sorprendió.

Continuamos observándolo. Esta pequeña escena me dejó pensando por un tiempo. Mientras iban transcurriendo los primeros días de la cuarentena, con tanto tiempo para pensar y reflexionar, comencé a analizar todo lo que me había dado y quitado el autismo en sí. El autismo me quitó la oportunidad de sentarme a tener una conversación con mi hermano, preguntarle qué opinaba acerca de numerosos temas de interés: política, religión. También hablar sobre trivialidades; qué serie estaba mirando, cómo le había ido en algún examen. Le hubiera preguntado a los dieciochos años qué iba a estudiar, quizás tratar de convencerlo que estudiara Medicina como yo. Cuáles eran sus dudas, aconsejarle sobre las universidades y la vida universitaria.

También le hubiera preguntado reiteradas veces acerca de chicas o chicos; si le gustaba alguien, si estaba de novio. El autismo me quitó la oportunidad de ir a ver a Chucho jugar al fútbol, rugby o cualquier deporte que hubiera practicado; alentarlo desde la tribuna y aplaudirlo por logros. Me arrebató un compañero de canto, pues lo habría obligado a cantar conmigo por más que no le gustara. El autismo me quitó tener peleas y discusiones por alguna razón con él, o simplemente discutir porque sí, porque eso es lo que hacen los hermanos. Me quitó la sonrisa del rostro cuando ciertas personas me decían cosas que no quería escuchar al respecto; comentarios negativos provenientes de la gente que poco entiende y habla por hablar.

Por otro lado, el autismo también me dio y enseñó mucho. Me mostró un mundo del que poco se conoce, y que es tan maravilloso. Me dio la oportunidad de investigar sobre el tema y aprender. Entender por qué Chucho se tapaba los oídos, aplaudía, hacía todo lo que hacía. En su momento, el autismo me dio muchas fantasías sobre Chucho comenzando a hablar y expresarse. También me brindó las herramientas para entender que eso no iba a suceder nunca, pero no cómo algo malo, sino como algo distinto.

Me enseñó a amar a los caballos y admirarlos. Ver cómo Chucho abrazaba un caballo o la felicidad que tenía al montarlo son imágenes que jamás cambiaría. Me dio la oportunidad de montar a caballo junto a él y sentir esa sensación de paz mientras estoy arriba del caballo con el sonido del campo detrás. No voy a negarlo, fue la causa de numerosas lágrimas y tristezas, pero también lo asumí, y no solo lo acepté, sino que lo amé con todo lo que conllevaba.

El autismo nos hizo una familia fuera de lo normal, pero que no cambiaría por nada. Nos unió, y creo que hasta nos hizo resaltar el cariño que nos teníamos el uno por el otro. El autismo me unió de por vida a mi hermana, y eso es algo que eternamente estaré agradecida. Me dio la oportunidad de charlar a corazón abierto con mis papás, escucharlos, entenderlos y apoyarme aún más en ellos. El autismo enseñó a ser responsable por alguien más además de mí misma. También, permitió que numerosas personas se acercaran a preguntarme con curiosidad y a apoyarme, y demostrarme quiénes eran amigos de verdad.

El autismo me demostró que mis amigas son de fierro. Me acompañaron toda mi vida y, sin que yo dijera nada, estuvieron a mi lado siempre. No solía hablarlo, pero nunca hizo falta. Tenía siempre sus manos en mi hombro silenciosamente. No puedo dejar de destacar aquellos amigos que llegaron más tarde, que quizás no me acompañaron en el proceso de entenderlo, pero que siempre me dieron mi apoyo.

El autismo me llevó a numerosos lugares, como las marchas por la concientización de los días 2 de abril. Vi muchas familias, terapeutas y niños con autismo unidos por una causa común: que dejara de ser un tema tabú. Es por eso que siempre aparece el hashtag #HablemosDeAutismo. Me llevó al colegio de Chucho y me permitió ver el orgullo que mostraban los padres al ver a sus hijos allí, bailando, cantando y compartiendo con sus compañeros. El autismo también me enseñó qué la felicidad está en la simpleza de la vida.

Chucho me lo demuestra todos los días. Como mencioné anteriormente, en medio de una crisis, él tiene a su familia siempre a su lado y es feliz. Por ende, también me demostró que la felicidad existe.

Hace ya algún tiempo, el autismo me hizo sentir temor por el futuro, pero a la vez, me enseñó la importancia del presente, de vivir el día a día, de levantarse con una sonrisa y que “lo que pasara mañana” puede esperar. También me dio un compañero de vida: nunca más en mi vida iba a estar sola. Me mostró el valor de las miradas, a entenderlas sin necesidad de palabras. Me brindó una conexión muy fuerte con mi hermano que me permitía, con solo mirarlo, saber qué quería, necesitaba o pensaba. Me regaló abrazos y caricias de Chucho, que al tener autismo, valen mucho más, por auténticas y puras, sin ninguna razón además del simple cariño.

El autismo me hizo sentir un profundo orgullo por mis padres, por mí misma y principalmente por él. El autismo me dio el mejor hermano del mundo, y por más que me haya “quitado” todo lo que al principio mencioné, no lo cambiaría por nada. Me siento afortunada de tenerlo a mi lado, y siento una profunda admiración por él.

Mientras pensaba todo esto, me senté en el balcón en la oscuridad de la noche. Las calles estaban completamente vacías por la cuarentena y la ciudad estaba inundada de un profundo silencio. Suspiré admirando ese silencio; por más que la cuarentena y la situación del país me abruman, agradecí ese momento. Volví a pensar en el autismo, y sonreí. Qué cosa curiosa el autismo, me dio muchísimo más que lo que me había quitado.