Ninguna realidad se define, se construye, de un día para el otro. La violencia que atormenta a Rosario –que esta semana superó un nuevo límite con crímenes de diverso tipo, uno de ellos cometido por un adolescente de 14 años, y las amenazas con vainas servidas plantadas en la puerta de una escuela– es el emergente visible y dramático de un guiso que se cocina desde hace décadas. El Estado, la dirigencia, lo pudo oler. Pero eligió mirar para otro lado. 

“Se vive y se mata por la droga en los barrios marginales. Para muchos chicos el futuro es la droga, la calle y la violencia”. Esas palabras, absolutamente actuales, las pronunció el sacerdote Joaquín Núñez y fueron incluidas por el periodista Carlos del Frade en “Ciudad blanca, crónica negra”, un libro publicado en el año 2000. Allí, el ahora diputado provincial describía cómo desde la mitad de la década del 90, con el desempleo por arriba del 20 por ciento, el narcotráfico, la venta al menudeo, empezó a convertirse en sostén fundamental de la economía de los barrios marginales y fuente de negocios para circuitos económicos legales en los que intervienen empresarios, financistas, comerciantes y profesionales.

Más acá en el tiempo, en julio de 2012, Mabel Ríos, una docente que trabajaba en escuelas de barrios con niveles de violencia alarmante, advirtió en una entrevista con el diario El Ciudadano sobre el grado de avance de la cultura narco: “Las chicas juegan a la tranza, envuelven una tiza y dicen que es cocaína de la buena, o a la tiza la trituran y hacen una raya sobre el banco y la aspiran; las nenas te dicen que las botineras ya fueron, ahora están las narqueras, estar de novia con un narco les da estatus”. 

Apenas dos meses después de publicada esa entrevista se produjo el crimen de Martín Paz,  con el cual la trama de narcoviolencia que hasta ese momento se desarrollaba en el submundo de las zonas marginales de la ciudad llegó a los bulevares y se expuso a la vista de todos los rosarinos, al igual que sus métodos. Paz, que era cuñado del entonces jefe de la banda de Los Monos Claudio "Pájaro" Cantero, fue asesinado un sábado de sol a la tarde por sicarios en moto que lo ultimaron cuando manejaba un BMW en 27 de Febrero y Corrientes junto a su mujer y a una beba hija de ambos. 

El crimen de Martín Paz, a bordo de su BMW, desató una saga de homicidios de película (Archivo La Capital).

¿Por qué nadie atendió antes los avisos que se multiplicaron con el pasar de los años? ¿Fue por miopía, inoperancia, complicidad?

La atomización de la violencia

 

A diez años de ese asesinato que inauguró una saga criminal de película –que tuvo como mojón fundamental el homicidio del líder del Pájaro Cantero y que emparentó a Rosario con realidades que creíamos lejanas como las de México y Colombia– la violencia se atomizó y se volvió cotidiana.

Se suceden los homicidios, las extorsiones, las balaceras, las amenazas. La muerte temprana es lo normal en esos barrios donde los alumnos de Mabel Ríos jugaban a ser narcos. Esos niños de ayer son los adolescentes y jóvenes que salen a matar a riesgo de ser matados. Que se suben a una moto para balear un objetivo elegido por un jefe preso. O que regentean o atienden un búnker de los tantos que siguen funcionando como si nada, a pesar de los shows que en su momento se montaron para las cámaras de televisión en los que topadoras avanzaban sobre quioscos de venta de droga que simplemente se reciclaron en otros lugares.

Balacera en un comercio. Una imagen que se repite (Alan Monzón).

En esa cultura, en ese contexto cercano, crecieron. Con las armas y las drogas al alcance de la mano. La violencia como lenguaje natural para dirimir cualquier tipo de diferencia, construir identidad y demostrar hombría. ¿Cuántos son? ¿Qué otro destino les ofrece una sociedad que los llama a consumir pero no les da oportunidades y recién se notifica de su existencia cuando la tragedia es un hecho consumado?

Naturalización de la violencia

En estos días, las noticias sobre una nueva oleada sangrienta ganan espacio en los medios de la ciudad e incluso los nacionales. Los hechos son aberrantes: desde un chico de 14 años que mata a la vecina que le reclamó que dejara de realizar disparos al aire, hasta las decenas de vainas servidas con las que amenazaron a las maestras de una escuela de zona sur;  desde el asesinato de un hombre que iba a buscar a su hija a un cumpleaños, a la abuela que recibió diez tiros en medio de una balacera entre dos grupos narcos que se disputan territorio en la zona noroeste.

Pasa de todo. Pero ya nada sorprende. Hasta hace diez años un homicidio era una noticia de tapa. Ahora los contamos como hacíamos hasta hace poco con los casos de Covid. Solo por mencionar un rubro, durante 2021 se denunciaron 1.500 balaceras, el delito de “moda” que ordenan narcos y extorsionadores. Para entender la magnitud del fenómeno: Rosario tiene la única fiscalía de la Argentina especializada en el tema. 

Las cifras de homicidios ya superan largamente las del año pasado a esta altura (Alan Monzón).

La cotidianidad de los hechos, y el loop informativo que se produce alrededor de ellos, provoca que se naturalicen. 

Nos acostumbramos a convivir con estas situaciones, y no hay marchas ni pedidos de explicaciones masivas, salvo cuando la violencia sale de los márgenes y se rompe esa idea de que son guerras ajenas, de que los delincuentes “se matan entre ellos”, porque “no tienen nada que perder”.

La última frase asocia el valor de la vida al hecho de tener, acumular. Los chicos que matan y mueren van a por eso con lo único que aprendieron, que les enseñaron. El chico de 14 años que mató a su vecina en Bella Vista tiene a sus padres y tíos presos, y su padrastro es el único prófugo aún no recapturado de la cinematográfica fuga del penal de Piñero de la que se está por cumplir un año: Claudio “Morocho” Mansilla.

El Estado, bien gracias

Que con esos antecedentes ese chico haya estado incontenido, con acceso a armas, es un fracaso del Estado, de los dispositivos que tiene para abordar situaciones de este tipo, desde la escuela en adelante. Que la joven asesinada por él haya tenido que salir a pedirle cara a cara que dejara de disparar al aire, porque eso ponía en riesgo a su propia hija, también.

Pero no es un fracaso solo de quienes hoy lo administran, sino también de aquellos que lo hicieron al menos en estas últimas tres décadas en las que la pobreza y la violencia crecieron enlazadas. Lo que incluye a los tres poderes del Estado y a los distintos niveles de gobierno: nacional, provincial y municipal. ¿Por qué no reaccionaron a tiempo? La pregunta abre inmediatamente el camino a una sospecha abonada por distintas investigaciones de los últimos tiempos en las que se ventilaron episodios que pusieron luz sobre algo habitualmente oculto: una interacción permanente de las organizaciones criminales que disputan los mercados ilegales y distintos integrantes de instituciones del Estado. 

Impotencia

Lo cierto es que, hoy con una claridad angustiante, quienes tienen la responsabilidad de garantizar el derecho a la seguridad de la población se muestran impotentes: no tienen respuesta para una situación que se agrava día a día y lo que transmiten, más allá de las palabras de ocasión, es pura resignación.

junta seguridad
El martes se reunió la junta provincial de seguridad. 

Cada tanto, a propósito de situaciones de recrudecimiento como la de esta semana, realizan puestas en escena que nunca tienen efectos concretos, y se convierten en otro loop que colabora al efecto acostumbramiento, único plan visible: sube la ola de violencia, se convoca a la junta provincial de seguridad –o el nombre que le ponga cada gestión a estas reuniones que tienen mucho más de catarsis que de propuestas concretas–, cambia el jefe de Policía, se piden más tropas federales, presentan la llegada de tropas federales, las tropas federales patrullan en lugares que quedan lejos de las zonas donde reina el lenguaje de las balas, y así hasta el próximo pico o hecho resonante que sale de lo común, que a su vez es cada vez más grave.

Es la misma receta que ya fracasó. Pero no tienen otra. Nadie va a salir a decir "nos rendimos". Pero es lo que parece. 

Mientras tanto, sin paz ni orden, en los barrios, en los márgenes, el guiso sigue en una olla cada vez más grande: hierve y hierve sin parar. Alto y explosivo guiso.