Que el debate público de los últimos días haya sido si hay que sancionar o no a los piqueteros que cortan calles y rutas para reclamar planes sociales muestra la superficialidad y el cortoplacismo con los que se maneja la dirigencia política argentina y explica, a la vez, su descrédito. Ni el jefe de Gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta, ni el ministro de Desarrollo Social de la Nación Juan Zabaleta, ni el inefable ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni, ni el diputado nacional rosarino Gabriel Chumpitaz, ni el concejal Carlos Cardozo, ni ningún otro actor del elenco estable de dirigentes y funcionarios que entraron o no en la discusión puso el foco en la cuestión de fondo: cómo hacemos para reducir la pobreza estructural en la Argentina.

El piquete es, al fin, una expresión incómoda –en algunos casos más genuina, en otros más operada– que le da visibilidad a una realidad asfixiante: a datos de diciembre del año pasado –los números hoy son mayores–, 18 millones de argentinos son pobres y uno de cada doce indigentes, es decir no llegan a cubrir sus necesidades alimenticias básicas. 

Rodríguez Larreta y Sergio Berni no piensan en esto cuando proponen sacarle los planes sociales a quienes participen de piquetes, medida de imposible aplicación (¿cómo van a identificar a cada persona que asistan a las protestas?) y que a la vez sería de fácil cuestionamiento en la Justicia, pues se atacaría derechos ya institucionalizados como la Asignación Universal por Hijo (AUH). Lo hacen por simple cálculo electoral: corridos por la agenda que les impone un dirigente que vive al borde del delirio –pero cuya popularidad crece ante el descrédito del resto– como Javier Milei, buscan pescar en la pecera del malestar, la frustración y la bronca lógicas que produce en amplios sectores un modo de protesta que les complica la ya de por sí complicada vida cotidiana.

La pobreza, un mal crónico

Rodríguez Larreta y Berni pertenecen a fuerzas políticas que gobernaron el país los últimos 20 años. En todo ese tiempo la pobreza se consolidó como un problema crónico y estructural –nunca estuvo por debajo del 25%–, que con la espiral inflacionaria, las restricciones que impone el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el complejo contexto internacional que genera la invasión rusa a Ucrania solo tiene perspectivas de agravarse.

La vocera del presidente Alberto Fernández, Gabriela Cerruti, salió a facturarle a Rodríguez Larreta que la ciudad de Buenos Aires es “la que menos generó empleo en el último tiempo”, según ella la verdadera herramienta para terminar con los piquetes. Más fuegos de artificio. El relato oficial de que hay crecimiento económico –que lo hay– y el gobierno consiguió bajar la tasa de desempleo al 7 por ciento choca con una realidad que ensombrece aún más el panorama: tener un trabajo no garantiza salir de la pobreza. Por caso, según un informe del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la Universidad de La Plata (Cedlas), fruto del deterioro de los salarios y la precarización laboral casi un tercio de los trabajadores (31,5%) eran pobres a diciembre de 2001.

“Estamos en un mundo muy difícil y el Ministerio de Economía tiene que bajar líneas claras de política económica que reduzcan la volatilidad y preserven ingresos populares, si no esto se va poner feo”, advirtió en este sentido un funcionario del propio gobierno nacional, el secretario de Comercio Interior, Roberto Feletti, en el marco de la interna a cielo abierto del Frente de Todos, otra cuestión que complica la perspectiva económica.

Otro dato conocido en los últimos días explica uno de los aspectos más difíciles de la crisis que atravesamos: la falta de expectativa de futuro. Según un informe del Observatorio Argentinos por la Educación, solo el 16% de los estudiantes terminan el secundario en el tiempo previsto y con conocimientos satisfactorios de Lengua y Matemática

Estas cosas las obvia este debate político que se desarrolla en la superficie, algo que tiene una lógica: las dos principales coaliciones que componen el oficialismo y la oposición, y también quienes los auspician, son responsables de la situación. Es un círculo vicioso: el cortoplacismo con el que se mueven, siempre apuntado a las próximas elecciones, es motivo de un fracaso que hoy los pone en tela de juicio.

Reconstruir lo que se destruyó

 

Distintos discursos políticos de los últimos tiempos giran en torno a una palabra: reconstrucción. Eso implica un reconocimiento: si hay que reconstruir algo es porque primero se lo destruyó. Matriz económica, entramado social y también legitimidad política entran en este concepto. 

Para reconstruir de manera duradera hay que pensar, al fin, en el largo plazo. Planificar más allá del interés propio inmediato. También es necesario trascender las grietas, pues ya está claro que ir por todo no lleva a ningún lado y que la alternancia debería ser una posibilidad virtuosa, y no gravosa, que nos da la democracia. 

La realidad pide moderación y acuerdos reales y sostenibles, no solo entre los distintos sectores de la política sino también con gremios, sindicatos y organizaciones que componen un tejido social resquebrajado. Que las palomas se banquen ser palomas, y no se dejen correr por los discursos crispados de los halcones. La tensión política es pasto para los precios y eso, a su vez, alimenta la grieta más riesgosa, que como la inflación también se ensancha: la que separa a la dirigencia del resto de la sociedad.

Cómo repatriar dólares fugados y atraer inversiones para generar mayor actividad económica de manera sostenida y crear empleo de calidad. Cómo achicar brechas entre los distintos sectores sociales, ya que hay una comprobación empírica de que el crecimiento económico solo no alcanza. Cómo contener y atender a los que menos tienen, cómo revertir el deterioro social, cómo hacer para a partir de la educación equilibrar aunque sea un poco las oportunidades. Todos estos puntos deberían formar parte de una agenda de reconstrucción de una Argentina que por el camino de hoy, el del infierno inflacionario que describía Luis Alberto Spinetta y la pobreza endémica, parece inviable. Para dejar atrás a este país punk, en el que se impone la idea de que no hay futuro o de que lo hay para cada vez menos personas.

Claro, apuntarle al piquete es mucho más fácil.