Es hora de volver a mí, una vez más 
yo necesito ver el sol de verdad
Fito Páez

 

¿Qué es ponerse en el lugar del otro? ¿Es que acaso uno puede ocupar algún lugar que no sea el de uno mismo? ¿No es de una soberbia absoluta decir que sentimos lo que en realidad no nos pasa y por lo tanto no sentimos de verdad?

Cada uno carga con sus alegrías y su drama. Que se convierten en verdades únicas e irrepetibles. Sin embargo, existe la empatía. ¿Existe la empatía? ¿O es sólo una percepción; otra irrealidad de la que nos convencemos para no aceptar que, en un punto, siempre nos quedamos solos?

Cada uno en sus zapatos, dijo una vez Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, aunque algunos ahora que cambiamos y el mundo pierde su redondez prefieran callarlo. Esa semana le había pedido prestado al músico Vito Nebbia (*) unas alpargatitas chinas que le parecieron muy cómodas para hacer su trabajo de mozo en el crucero Eugenio B, el barco cooperativa en el que navegaban de Nueva York al sur sólo en busca de supervivencia en un tiempo –con la segunda guerra mundial a punto de estallar– en el que la muerte estaba más valorada que la vida.

Alguna vez hablaremos del ensayo del escritor Tomasito Mann sobre este último tema, pero ahora no viene del todo al caso. Porque lo que se intentar contar –la vida de Vladimir, un hombre árbol, fue tan diversa que a veces es imposible no irse por las ramas– es que las alpargatitas chinas de Vito le dejaron los pies a la miseria al maestro.

Había sido un desayuno complicado. La presidenta de la cooperativa, Rosa Luxen Virgo, supervisó todo con rigor. Y a Vladimir, nada cómodo en los zapatos de otro (por más que fueran de Vito Nebbia, su amigo, su músico preferido, su incondicional compañero de aventuras), se le cayeron tazas de té, platos con huevos fritos y jamón, mermeladas, y bolitas de cereal de chocolate que eran pisadas por los pasajeros que iban a servirse a las mesas ubicadas en el medio del salón y las trituraban con sus pisadas.

Rosa Luxen Virgo, aquella mujer a la que alguna vez amó pero que desde que se reencontraron en el Eugenio B sólo le había dirigido la palabra para maltratarlo, esta vez mostró al final del reto alguito de piedad. ¿Qué te pasa? Yo sabía que el equilibrio no era lo tuyo, pero no que no habías aprendido a caminar, le dijo. Y le ordenó que limpiara todo y se fuera a descansar a su camarote.

Vladimir barrió el cereal triturado, pasó el trapo para borrar rastros de la mermelada y los huevos derramados. Y se quebró en un llanto interno y silencioso. Le dolían los pies. Y ya se sabe que en los pies se expresa toda el cuerpo, que jamás puede pensarse escindido de la mente y el alma. ¿Algún reflexólogo por aquí que pueda explicar a los incrédulos? (Vladimir con el tiempo se hizo adicto a los masajes en general y al de pies en particular, sobre todo cuando le salieron juanetes).

Ya fuera de la mirada de Rosa y estallado en lágrimas que salían como catarata tras mantenerlas semicontenidas en el salón, el maestro entró al camarote, donde Vito Nebbia, que había cantado hasta tarde en el teatro del crucero, aún yacía desparramado en su cama. Se sacó las alpargatitas y vio una verdadera colección de ampollas.

Duelen los pies y duele el alma. Maldita idea de usar los zapatos de otro. Así, en ese estado, Vladimir fue a bañarse. De a poco el agua lavó heridas –las externas, las internas necesitan más tiempo (cabe la aclaración para que los seguidores del maestro no pongan en la ducha una expectativa desmedida)–. Ahora, pensó, hay que curarse. Primero sanar, después volver a tus propios zapatos. Definitivamente.

Cuando Vito se despertó Vladimir aún lloraba sentado en su cama y con la vista clavada en los pies descalzos y lastimados. El músico, que a la mañana ceceaba un poco más que de costumbre, lo miró sorprendido y preguntó: ¿Qué pazó? ¿Que está pazando con voz?. No te parezes a tu propio zer, Vladimir.

El maestro le contó lo del desayuno accidentado, lo de las alpargatitas, de las bolitas de cereal de chocolate esparcidas por el salón. Y le habló de Rosa Luxen Virgo. Una vez más. De cómo la conoció cuando estudiaba en Alemania. De cómo lo rechazó. De la cita malograda del bar Blanquen de Berlín. De cómo lo ignoró cuando subió al barco y cómo lo humillaba ahora. Me siento fuera de eje, sollozó Vladimir. Y el llanto volvió a estallar hasta casi deshidratarlo.

Vito nunca lo había visto así. Tan centrado que parecía este ruso chino. ¿Que tempestades puede desatar el amor trunco en un hombre?, se preguntó hacia adentro y abrazó a su amigo por largo rato.

Cuando el llanto terminó por dejar seco y abatido a Vladimir, Vito lo ayudó a acostarse y le dijo que lo entendía, que lo sentía, e incluso él mismo lagrimeó un poco. Que lo importante ahora era recuperar la calma y que después quería volver a ver al Vladimir de siempre. El maestro supo que sólo él podía sentir lo que estaba sintiendo. Qué iba a saber Vito, tan enamorado de su novia, Rosemery Yorio, una de las encargadas de la limpieza del Eugenio B. Pero igual se sintió algo reconfortado y le dio las gracias.

Vladimir se durmió y Vito se puso escribir una canción. El maestro estuvo de sueño en sueño todo el día. Cuando se despertó se encontró con una nota que su amigo le había dejado sobre unos zapatos de goma gigantes y antiestéticos con forma de tortuga con agujeritos (hay quienes dicen que fue Vito Nebbia –siempre adelantado a su tiempo– el primero que entendió que las crocs se iban a poner de moda) que usaba cuando quería estar bien cómodo. "Andá esta noche al teatro y ponételos. Ya no son mis zapatos, son tus zapatos: te los regalo", decía la hoja arrancada del cuaderno en el que el bueno de Nebbia plantaba sus letras.

Cuando Vladimir llegó al teatro, aliviado con ese calzado amplio que dejaba respirar sus pies heridos, el recital ya había empezado. "Voy a hacer un temita nuevo. Se llama Está en tus manos", dijo Vito Nebbia. Y cantó: 

"Está en tus manos 
Tan simple así... 
Sólo en tus manos 
Está el camino para empezar a vivir..."


A Vladimir le gustó mucho la canción. Le hizo bien. Grande, Vito.

(*) Vito Nebbia es considerado el padre del rock italiano y del amor la sabía lunga, como todo buen romano.