En el tablero global de los negocios, donde las piezas se mueven a una velocidad vertiginosa, a veces un solo movimiento, una jugada en apariencia menor, puede revelar la estrategia completa de los jugadores más poderosos. ¿Y si les dijéramos que la disputa por una aplicación de videos cortos, esa que muchos todavía asocian con bailes virales y desafíos de adolescentes, es en realidad el epicentro de un terremoto que está redefiniendo las reglas del capitalismo, la geopolítica y, en última instancia, el futuro de cualquier empresa, sin importar su tamaño o rubro? Porque lo que está ocurriendo va mucho más allá de una simple transacción comercial; estamos siendo testigos, en tiempo real, del nacimiento de un nuevo orden mundial donde los datos son el nuevo petróleo y los algoritmos, las armas estratégicas de una contienda silenciosa pero brutal. Parecería que, mientras el mundo se distrae con la superficie, en las profundidades se está librando la verdadera batalla por el control del siglo XXI. ¿Acaso no es este el momento de preguntarse quién está escribiendo las reglas del juego que todos, queramos o no, estamos obligados a jugar?
La historia reciente nos ha acostumbrado a una idea de globalización casi idílica, un mundo sin fronteras donde el capital, los bienes y la información fluían con una libertad sin precedentes. Era el paraíso del libre mercado, o al menos eso nos contaron. Sin embargo, lo que estamos viendo ahora es una fractura expuesta de ese modelo. La firma de un decreto presidencial que fuerza a una compañía tecnológica de origen chino a ceder el control mayoritario de sus operaciones en la principal economía del mundo no es un hecho aislado. Es, en cambio, la declaración formal de que se han trazado nuevas fronteras, ya no en los mapas físicos, sino en el ciberespacio. Estamos ante la era del nacionalismo digital, de la soberanía tecnológica. ¿Qué significa esto para el empresario pyme, para el profesional independiente, para el emprendedor que construyó su negocio sobre las herramientas digitales que creía universales? Significa que el terreno de juego que consideraban plano y abierto, de repente, está lleno de muros invisibles, de peajes políticos y de arenas movedizas regulatorias. La decisión de que ByteDance, el gigante chino, deba reducir su participación a menos del 20% en la nueva entidad estadounidense, no es una mera cuestión de porcentajes accionarios. Es un mensaje directo y contundente: la infraestructura digital que opera dentro de nuestras fronteras será controlada por nosotros. Y este "nosotros" no es casual. La lista de inversores que tomarían el control, que incluye a nombres como Oracle, Silver Lake, Rupert Murdoch y Michael Dell, huele a poder, a una elite económica y política que no solo busca un retorno financiero, sino una posición estratégica en el nuevo mapa del poder global.
¿Es esto una medida de seguridad nacional genuina o la más sofisticada de las expropiaciones, un reparto de un botín digital multimillonario entre amigos del poder de turno? La línea es peligrosamente delgada. El argumento oficial se centra en proteger los datos de los ciudadanos estadounidenses de un "adversario extranjero". La orden es explícita: todos los datos de los usuarios locales deberán almacenarse en infraestructura controlada por Estados Unidos y los modelos de recomendación se reentrenarán exclusivamente con datos locales para evitar cualquier tipo de manipulación externa. A simple vista, suena lógico, casi proteccionista en el buen sentido. Pero, ¿qué sucede cuando se mira la letra chica? La nueva empresa estará sujeta a normas que, en teoría, protegen los datos. Oracle actuará como "proveedor de seguridad de confianza", una figura que suena más a un guardián designado por el poder político que a un socio tecnológico neutral. ¿Quién auditará al auditor? ¿Qué garantiza que la manipulación que se busca evitar desde el extranjero no se replique, con otros fines, desde adentro? La historia nos ha enseñado que cuando el poder político y el poder económico se sientan en la misma mesa para decidir el destino de una herramienta de comunicación masiva, la neutralidad suele ser la primera víctima.
Pensemos por un momento en el corazón de esta bestia digital: el algoritmo. Esa palabra que todos usan pero pocos comprenden en su totalidad. No es más que un conjunto de reglas, una receta matemática que decide qué contenido mostrarte y cuál no. Pero en una plataforma con 170 millones de usuarios solo en Estados Unidos, esa receta no es inocente. Tiene el poder de moldear la opinión pública, de impulsar tendencias, de crear o destruir reputaciones y, por supuesto, de dirigir el comportamiento del consumidor. Un estudio reciente, que pasó casi desapercibido, ya había identificado que el algoritmo de TikTok favoreció contenido de un determinado sesgo político durante las elecciones de 2024. ¿Fue una casualidad matemática o una sutil pero poderosa operación de influencia? Ahora, el control de ese algoritmo, de su sistema de recomendaciones y de la moderación de contenido para el mercado más grande del mundo pasará a manos de un consorcio de inversores con conocidas afinidades políticas. ¿Podemos seguir hablando de una plataforma de entretenimiento o estamos presenciando la creación de la maquinaria de propaganda más sofisticada de la historia, vestida con el ropaje de una empresa privada? Para cualquier negocio que dependa de la visibilidad en redes sociales para llegar a sus clientes, esta pregunta no es filosófica, es existencial. Mañana, el éxito de tu producto podría no depender de su calidad o de tu estrategia de marketing, sino de si tu mensaje se alinea, consciente o inconscientemente, con los intereses de quienes controlan la manija del algoritmo. La cancha, de repente, parece peligrosamente inclinada.
La valuación de esta nueva criatura, TikTok U.S., se ha fijado en unos 14.000 millones de dólares. ¿Cómo se llega a esa cifra? No es por sus oficinas, ni por sus servidores, que al final del día son commodities. El valor reside en lo intangible: la marca, la base de usuarios y, sobre todo, la inmensa cantidad de datos y el poder predictivo del algoritmo. Es una lección magistral para entender dónde reside el verdadero valor en la economía del siglo XXI. El riesgo geopolítico se ha convertido en la variable más importante en la ecuación de cualquier negocio con proyección internacional. Un tuit presidencial, una orden ejecutiva, una conversación telefónica entre los líderes de las dos superpotencias mundiales, como la que supuestamente ocurrió entre Trump y Xi Jinping para "dar luz verde" al acuerdo, pueden alterar drásticamente el valor de una compañía y reconfigurar un mercado entero en cuestión de horas.
El empresario argentino, curtido en mil batallas contra la inflación, la devaluación y la inestabilidad regulatoria, podría pensar que esto es un "déjà vu" a escala planetaria. Y no estaría equivocado. La imprevisibilidad, esa constante del ecosistema de negocios local, parece haberse convertido en la nueva norma global. La diferencia es que ahora los jugadores son potencias nucleares y las fichas son corporaciones tecnológicas que manejan más datos que muchos gobiernos.
Esta jugada maestra, o esta "avivada" colosal, como diríamos en la esquina de cualquier barrio, establece un precedente que debería encender todas las alarmas. Si hoy es una aplicación china en Estados Unidos, ¿qué impide que mañana sea una empresa de software europea en China, o una startup latinoamericana en la India? El concepto de "adversario extranjero" es lo suficientemente vago y maleable como para ser aplicado a conveniencia. Se está legitimando la idea de que un gobierno puede, bajo el paraguas de la seguridad nacional, forzar la venta de activos de una empresa privada extranjera a un grupo de inversores locales "amigos". Es la balcanización de internet, la creación de un "splinternet" donde cada bloque de poder tendrá sus propias plataformas, sus propias reglas y sus propias tecnologías, incompatibles entre sí. Para una empresa que sueña con escalar globalmente, esto es una pesadilla logística y estratégica. ¿Deberá desarrollar versiones diferentes de su producto para cada bloque geopolítico? ¿Tendrá que asociarse con jugadores locales en cada mercado, cediendo control y tecnología? La globalización prometía un mercado único; lo que estamos obteniendo es un archipiélago de feudos digitales.
El impacto de esta decisión trasciende lo digital. Afecta directamente a la economía real. Pensemos en los miles de creadores de contenido, muchos de ellos pequeños emprendedores, que construyeron sus carreras y sus fuentes de ingreso sobre esta plataforma. De la noche a la mañana, el futuro de su negocio dependió no de su talento o de su audiencia, sino de una negociación en los más altos despachos del poder. Lo mismo ocurre con los anunciantes, que invirtieron millones en construir una presencia en un ecosistema que, de repente, cambiaba de dueños y de reglas. ¿Cómo se planifica a largo plazo en un entorno así? ¿Cómo se gestiona el riesgo cuando la principal amenaza no es la competencia, sino el trazo de un bolígrafo presidencial? La lección es dura pero clara: la diversificación ya no es solo una estrategia financiera, es una necesidad de supervivencia empresarial. Depender de una única plataforma, un único proveedor o un único mercado se ha vuelto el equivalente a construir un rascacielos sobre una falla geológica activa.
La narrativa que se intenta imponer es la de una victoria de Occidente en la guerra fría digital. Se evitó una prohibición masiva, se "salvó" el acceso para millones de usuarios y se aseguró el control local. Pero, ¿a qué costo? Se ha abierto una Caja de Pandora. Al forzar la venta, se está admitiendo que la única forma de confiar en una tecnología es poseyéndola, nacionalizándola de facto. Se renuncia a la idea de estándares globales, de auditorías independientes y de una gobernanza de internet basada en consensos, para abrazar la ley del más fuerte. La aprobación, aparentemente a regañadientes, por parte de las autoridades chinas, que declararon respetar "la voluntad de las empresas" y las "negociaciones comerciales basadas en las reglas del mercado", suena a una ironía cargada de futuro. Es un repliegue táctico. Pekín sabe que este precedente puede ser usado a su favor en el futuro, justificando medidas similares contra empresas occidentales en su territorio. Es un juego peligroso de ojo por ojo que solo puede terminar en un mundo tecnológico más fragmentado, más caro y menos innovador para todos.
Para el mundo de los negocios, este episodio debería ser estudiado en todas las escuelas de management. Demuestra que la estrategia empresarial ya no puede diseñarse en un vacío, ignorando las corrientes tectónicas de la geopolítica. El análisis de riesgo debe incluir variables como las tensiones comerciales, las alianzas políticas y las luchas por la hegemonía tecnológica. El director de una empresa hoy necesita ser tanto un experto en finanzas y operaciones como un avezado analista internacional. Debe preguntarse: ¿mis proveedores de software clave son de un país potencialmente "adversario"? ¿Mis datos de clientes están alojados en servidores bajo una jurisdicción que podría volverse hostil? ¿Mi canal de ventas principal podría ser clausurado por un decreto gubernamental? Estas ya no son preguntas para corporaciones multinacionales; son cuestiones pertinentes para cualquier pyme que utilice servicios en la nube, que haga publicidad en redes sociales o que simplemente tenga una página web. El campo de batalla se ha expandido y ahora incluye el escritorio de cada gerente y el celular de cada emprendedor. El que no entienda este cambio fundamental de paradigma, corre el riesgo de convertirse en un daño colateral, una víctima anónima en una guerra que ni siquiera sabía que se estaba librando.

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