“Ahora van a empezar con eso de «La Revolución Francesa» y «París era una fiesta»”, me dice una compañera de trabajo, mientras en las tres pantallas de la redacción se repiten como en un loop las imágenes de Lionel Messi asomado al balcón del hotel parisino, saludando a los fanáticos con una remera justa para la ocasión y un pantalón corto de la selección argentina. Messi es todos esos lugares comunes, pero también es un no-lugar. No importa a dónde vaya, no interesa dónde esté, no tiene caso su paradero o su geolocalización. El rosarino más famoso de la historia se mueve y, con él, se mueve toda una construcción física, familiar, económica, religiosa, material y fantástica.

El no-lugar es un concepto acuñado por el antropólogo y sociólogo francés (¿será hincha del PSG?) Marc Augé a principios de los 90. Son esos espacios de anonimato; por caso, un aeropuerto, un shopping, un local de comidas rápidas, un ciber. Todos replican una estética, una funcionalidad, una organización, en cualquier parte del globo. Allí no hay un sentimiento de pertenencia, sino más bien una relación de consumo. No tienen nada de singular y no respetan fronteras, idiomas o culturas. Una actualización del propio Augé asegura que, con las nuevas tecnologías, el no-lugar “ya lo llevamos encima a todas partes”.

El último rastro de “lugar” que había en Messi era su anclaje en Barcelona, a tal punto que esa magnífica ciudad casi desprendida de España tuvo un antes y un después del mejor futbolista del planeta y quizás también el mejor de todos los tiempos. Un complicado algoritmo financiero eyectó a Lionel, a Antonela, a sus tres hijos, al perro y a la marca Messi, de ese punto de referencia clavado en el Google Maps.

Messi lloró. Lloró mucho. Lloró con tristeza sincera. Lloró porque, quizás por primera vez, su robótica estructura mental y familiar se vio desconectada por un evento inesperado, por un golpe extemporáneo. Justo él, que tiene calculadas hasta las patadas de los rivales y los minutos que demora en llevar a sus hijos a la escuela.

Las lágrimas de Leo no cambiaron el Fair Play financiero, ni la postura de la Liga española, ni el inusitado costo político que decidió asumir Joan Laporta, ni la factura de la empresa de mudanzas. La foto de los empleados del club catalán quitando la gigantografía de Messi de la fachada del Camp Nou es surrealista. Casi como si quitaran las cruces de las iglesias o los próceres de los manuales.

Para el conservadurismo clásico, Messi tiene una familia perfecta, una carrera perfecta, una vida perfecta. Y si de vez en cuando se sale un milímetro de la línea, como en un boliche en Ibiza o en una visita a tribunales por una gambeta al fisco, ese “contrato social” de conductas y valores se lo perdona y le tacha las amonestaciones del boletín de fin de año. No le perdonaban que no fuera campeón con Argentina, pero de ese pecado también fue absuelto hace un mes en el templo de Río de Janeiro. Leo se sintió tan libre de culpa que hasta se animó a subir a Instagram un video de su esposa haciendo sentadillas. La sociedad machista, ala radical del conservadurismo, se lo festejó.

Messi, que lleva su rosarinidad a todas partes menos a Rosario, se fue a París. Antonela posteó que volaban “a una nueva aventura”, en un viaje que la joven rosarina debe hacer unas 20 veces al año para comprar ropa, zapatos y perfumes. Angustiado, Leo cuenta que les prometió a sus hijos que volverán a Barcelona “cuando todo esto termine”. “Esa era la misma promesa que me hacía mi viejo cuando era gerente de banco y nos paseaba por un montón de pueblos”, dice alguien en la redacción, en un diálogo gracioso con el televisor. Le respondo que sí con la cabeza y se me cruza un pensamiento irónico: “Con una pequeña diferencia de dramatización mediática”, me digo.

Revolución en las calles de París por la llegada de Messi (EFE)

Volviendo al tema del no-lugar, Messi entró en esa dimensión desde el fin de semana que pasó. Y arrastró a esa nebulosa a su famlia, al Kun Agüero, al streamer Ibai (otro ejemplo de un ser sin georreferencia), a la prensa de todo el planeta, a los fanáticos del Barsa y del PSG, a sus fanáticos. Pasó por autopistas, aeropuertos, hoteles, clínicas médicas. Mostró su mejor sonrisa. Aceptó la camiseta con el número 30. Firmó un contrato con un magnate árabe a su lado (pegó el pase más impactante de la historia del fútbol sin poner un mísero petrodólar). Hizo jueguitos con una pelota. Posó para las cámaras y aceptó órdenes de tipos que nunca había visto en su vida, pero que reconoce como iguales a todos los que intentan hacer de su imagen un negocio multimillonario.

Cuenta la leyenda que Bob Dylan, el poeta del rock que anda por los 80 años, nunca sabía dónde tocaba. Lo subían a un avión, lo bajaban, lo llevaban a un estadio, hacía su show y a partir de ahí comenzaba el proceso inverso hasta el sillón de su casa.

Cuando a Javier Mascherano le preguntaron que haría después de su retiro del fútbol profesional, respondió: “Conocer todos los lugares a los que fui, pero que no pude disfrutar porque tenía que estar encerrado en la habitación de un hotel o dándolo todo en una cancha”.

Toda esta introducción para decir que Messi resume ese perfil de estrella del fútbol y rock star. Sin la garra de Masche y sin el Nobel de Literatura de Bob. Pero con un talento nunca visto para llevar la pelota pegada al pie zurdo, para romper redes y para caerle bien a todo el mundo. No importa el lugar.

Despierto de mi pensamiento soporífero de no-lugares y sentadillas, de Augé y Bob Dylan, de catalanes y jeques árabes-franchutes, de Ibai e historias de Instagram como películas de avión. Enciendo la radio que está al lado de mi computadora para enterarme, entre ruido a estática, qué está pasando en Rosario, en este lugar. Pero están hablando de París y dicen que ahí, Messi desató otra “Revolución Francesa”. Miro a mi compañera, que hace una mueca de fastidio por el lugar común, y se me ocurre una idea absurda que empiezo a balbucear en el teclado.