Imaginate la escena. Maranello, corazón de la Italia que ruge, verano de 1987. El calor es denso, casi se puede cortar con un cuchillo. Dentro de su oficina, con las persianas bajas para que la luz no lo encandile, un hombre de casi 90 años siente el peso del tiempo. Es Enzo Ferrari, Il Commendatore. Un tipo duro, forjado entre el estruendo de los motores y la tragedia de las pistas, que construyó un imperio sobre una sola idea: la pasión. Pero ahora, en el ocaso de su vida, sabe que le queda una última bala en la recámara. El mundo del automóvil está cambiando, se está volviendo predecible, digital, casi aburrido. Y su archirrival, Porsche, acaba de lanzar el 959, una maravilla tecnológica que es la antítesis de todo lo que él representa. Enzo sabe que se está muriendo, y no piensa irse sin dar un último portazo. Un portazo que haga temblar los cimientos de la industria.
La situación era crítica, casi una película de suspenso. No había tiempo, y el dinero, aunque existía, no era infinito. El mandato fue brutalmente simple, casi un grito de guerra lanzado a sus ingenieros de mayor confianza: "No me importa el confort. Quiero el mejor auto del mundo. Y lo quiero ya". El plazo era una locura: 13 meses. Un parpadeo en el tiempo de desarrollo de un vehículo. El equipo de trabajo, liderado por el ingeniero Nicola Materazzi, un genio obsesionado con los turbos, se encontró con una papa caliente entre manos. La presión era asfixiante. Las jornadas en la fábrica se estiraban hasta la madrugada, entre discusiones acaloradas, olor a café quemado y la tensión de un reloj que corría en contra. Enzo, con la desconfianza propia de un patriarca que lo ha visto todo, los observaba en silencio. Un día, encaró a Materazzi y le dijo, con esa frialdad que helaba la sangre: "Si este auto no grita como una bestia cuando lo enciendas, no serás más que otro nombre en la lista de los que no entendieron lo que es un Ferrari". No era una sugerencia. Era una sentencia.
El desafío era doble: no solo tenían que vencer a la tecnología alemana del Porsche 959, sino que tenían que hacerlo con la filosofía Ferrari. Esto significaba alma, no solo números. Materazzi y su equipo propusieron algo radical: construir el chasis y la carrocería con materiales compuestos, como la fibra de carbono y el Kevlar, algo casi de ciencia ficción para un auto de calle en esa época. Era una apuesta carísima y arriesgada. En las tensas reuniones de directorio, los financistas ponían el grito en el cielo. ¿Cómo justificar semejante costo en un contexto de mercados fluctuantes? Fue entonces cuando Enzo, golpeando la mesa, pronunció la frase que se convertiría en el alma del proyecto: "Ferrari no vende coches; vende emociones. Y las emociones no pueden tener peso". Se acabaron las discusiones. El camino estaba trazado: crearían un auto sin concesiones. Un auto que fuera la pura esencia de la velocidad, aunque eso significara sacrificar hasta el último gramo de lujo.
El 21 de julio de 1987, el mundo contuvo la respiración. Lo que Ferrari presentó no era un auto. Era una declaración de guerra. El F40 era brutal, salvaje, casi pornográfico en su agresividad. Rojo, bajo, con un alerón trasero que parecía diseñado para decapitar a la competencia. Debajo de una cubierta de plexiglás, latía un motor V8 biturbo de 2.9 litros que entregaba 478 caballos de fuerza. No tenía alfombras, ni radio, ni siquiera manijas para abrir las puertas desde adentro; en su lugar, había un simple cable de acero. El aire acondicionado era un opcional de lujo. Pesaba apenas 1.100 kilos. Era, en esencia, un auto de carreras con permiso para circular por la calle. Se convirtió instantáneamente en el primer auto de producción en romper la barrera de las 200 millas por hora (unos 324 km/h). El rugido de su motor no era un sonido, era un evento físico que te sacudía el pecho. Enzo lo había logrado. Su testamento era una obra maestra de la ingeniería y la furia.
El impacto fue inmediato y demoledor. El precio de lista original rondaba los 400.000 dólares, una cifra astronómica para la época. Pero la demanda fue tan descomunal que el mercado negro explotó. Se llegaron a pagar hasta 1.6 millones de dólares por uno de los primeros ejemplares. La producción, inicialmente planeada para solo 400 unidades, tuvo que extenderse a 1.315 para intentar calmar a una clientela enardecida. El F40 no era solo un auto, se había convertido en un activo financiero, un refugio de valor en una era de incertidumbre económica. Imaginate, por un momento, ser un empresario en la Argentina de finales de los 80, en plena hiperinflación, donde el valor de la moneda se evaporaba entre tus dedos. Veías las noticias de Europa y entendías perfectamente lo que significaba ese auto: en un mundo donde todo lo tangible parecía desvanecerse, el F40 era una roca. Era la prueba de que una visión audaz y una ejecución impecable podían crear un valor inmune a cualquier crisis.
Pero, ¿cómo pasaron de esa oficina oscura y esa presión infernal a crear un mito viviente? El secreto fue el puente que construyeron entre el dolor y la gloria. Ese puente se llamó sacrificio. Materazzi y su equipo tomaron el motor del Lancia LC2 del Grupo C y lo adaptaron, lo llevaron al límite. El uso intensivo de la fibra de carbono y otros compuestos no fue un capricho estético, fue una necesidad obsesiva por la ligereza. Cada componente fue analizado bajo una sola pregunta: ¿es absolutamente esencial para la velocidad? Si la respuesta era no, se descartaba. Por eso el F40 es tan espartano, tan puro. No hay nada que sobre. Es una filosofía de negocios llevada al extremo: enfocate en tu core business, en lo que te hace único, y eliminá todo el ruido. Mientras Porsche había creado una computadora con ruedas, Ferrari había parido una bestia con alma. El periodista británico Jeremy Clarkson, conocido por su lengua filosa, lo definió a la perfección años después: "El Porsche 959 es el triunfo de la ambición sobre la habilidad... El F40, en cambio, es una plataforma para el heroísmo".
Un año después del lanzamiento, en agosto de 1988, Enzo Ferrari falleció. Se fue en paz. Su último rugido se había escuchado en todo el mundo y su legado estaba a salvo. El F40 no fue solo su último auto; fue la materialización de toda su vida, un compendio de riesgo, pasión y una voluntad de hierro para no rendirse jamás ante lo convencional. Para los empresarios argentinos, aquellos que remaban en dulce de leche en los 80 y 90, la historia del F40 se convirtió en una parábola. Era la prueba de que, incluso en el peor de los contextos, con recursos limitados y el tiempo en contra, se puede crear algo extraordinario. Un empresario rosarino del sector agroindustrial, que en esa época soñaba con exportar y veía al mundo como un tablero inmenso y hostil, me lo confesó hace poco: "Ver un F40 en una revista era más que ver un auto. Era ver la prueba de que un tipo, con una idea fija y los pantalones bien puestos, podía torcerle el brazo al destino. Te daba ganas de ir a tu propia fábrica y pelearla un día más". Esa es la verdadera potencia del F40. No está en su motor, sino en la moraleja que late debajo de su carrocería roja. La lección de que en los negocios, como en la vida, para dejar una marca imborrable, a veces hay que apostarlo todo a un solo número, a una sola idea, a un último y glorioso rugido.

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