Ford tenía razón: ¿por qué las empresas buscan controlarlo todo y enterrar la globalización?

La desconfianza global y el temor a la disrupción externa jubilaron la era de las cadenas de suministro dispersas. Hoy, el poder no reside en la eficiencia de costos, sino en el control total de la producción, desde la materia prima hasta el cliente final. Bienvenidos a la era del capitalismo de trincheras

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Imaginate por un segundo que sos el gerente de compras de una pyme industrial en las afueras de Rosario. Es el año 2019. Tu trabajo, aunque estresante, se rige por una lógica que parece tallada en piedra: buscar el mejor precio. No importa si ese insumo clave viene de Vietnam, de Malasia o de una ignota ciudad industrial china. El mundo es un supermercado gigante y tu misión es llenar el changuito al menor costo posible. La globalización te sonríe. Es la era dorada del outsourcing, de la deslocalización. Un dogma incuestionable que pregonaba una sola cosa: ser dueño de todo el proceso productivo era de ineficientes, una reliquia del pasado. El modelo a seguir era Apple: una cabeza brillante en California y millones de manos anónimas ensamblando sus sueños del otro lado del planeta. Era la máxima expresión de la eficiencia, o eso creíamos.

Ahora, hacé un salto rápido a marzo de 2020. De repente, ese contenedor con piezas vitales para tu producción queda varado en el puerto de Shanghái. El proveedor no responde. Las navieras triplican sus tarifas. Tu fábrica, acá en Argentina, corre el riesgo de parar. Lo que antes era una certeza económica se convirtió en una pesadilla logística. Esa sensación de fragilidad, de estar a merced de un virus, de un conflicto geopolítico a 15.000 kilómetros de distancia o del humor de un funcionario de aduanas extranjero, se volvió carne en miles de empresarios. La promesa de un comercio mundial sin fricciones se hizo añicos contra la cruda realidad. La cadena de suministro, esa obra de ingeniería invisible que movía el mundo, se reveló como lo que siempre fue: un gigante con pies de barro, peligrosamente dependiente de una estabilidad que ya no existe.

Mientras el mundo empresarial tradicional se ahogaba en la incertidumbre, un puñado de gigantes tecnológicos ya estaba jugando a otro juego. Y el abanderado de esta nueva era tiene nombre y apellido: Elon Musk. Tesla no es simplemente una fábrica de autos eléctricos. Es un monstruo de integración vertical que haría sonrojar al mismísimo Henry Ford. La compañía no solo diseña el software que es el cerebro de sus vehículos; también negocia directamente la extracción de litio en las minas, construye sus propias gigafactorías para producir baterías, desarrolla sus propios chips y hasta monta su red exclusiva de supercargadores y centros de venta. No terceriza casi nada que sea crítico. Controla la cadena de punta a punta. Como decía Ford hace un siglo sobre su Modelo T: "De la mina al coche terminado, una sola organización". Lo que parecía un anacronismo, hoy es la vanguardia.

Y Tesla no está sola en esta cruzada por el control total. Amazon, el rey del comercio electrónico, no se conformó con ser una plataforma. Empezó a construir sus propios centros de datos (AWS), que hoy dominan la nube mundial. Creó su propia flota de aviones, camiones y furgonetas de reparto, convirtiéndose en un gigante logístico que compite con FedEx o UPS. Diseña sus propios robots para automatizar sus almacenes. Microsoft, por su parte, ya no se fía de nadie para sus servidores: diseña el hardware, el software y hasta los chips que los potencian. Google hace lo propio con sus procesadores Tensor para los teléfonos Pixel. Se dieron cuenta de que la dependencia es el nuevo riesgo sistémico. La eficiencia ya no se mide en centavos ahorrados por unidad, sino en la capacidad de garantizar el suministro, la producción y la entrega. Se llama resiliencia, y es el bien más preciado en el caótico tablero del siglo XXI.

Del libre mercado al capitalismo de trinchera

¿Qué provocó este giro de 180 grados? ¿Fue solo el pánico de la pandemia? No, la COVID-19 fue apenas el acelerador de un proceso que venía gestándose desde antes. El primer golpe a la globalización feliz lo dio la guerra comercial entre Estados Unidos y China. De un día para el otro, los aranceles volvieron a estar de moda. Lo que se fabricaba en China para vender en Estados Unidos se volvió caro y riesgoso. Las empresas empezaron a entender que la geopolítica importaba, y mucho. El analista Peter Zeihan lo viene diciendo hace años con una crudeza brutal: "El orden global que hizo posible este nivel de interconexión se está desmoronando". Ya no se puede planificar un negocio a diez años asumiendo que las reglas de juego serán las mismas.

El segundo factor, y quizás el más poderoso, es el regreso del Estado como actor protagónico. Se acabó la era del laissez-faire. Hoy, los gobiernos de las grandes potencias no solo regulan; dirigen la economía con un nivel de intervención que no se veía desde la posguerra. La Ley de Chips en Estados Unidos, por ejemplo, inyecta más de 52.000 millones de dólares en subsidios para que las empresas fabriquen semiconductores en suelo norteamericano. Europa responde con su propia versión, y China ni hablar. Según datos del FMI y la OCDE, la cantidad de políticas industriales intervencionistas se ha quintuplicado a nivel global desde 2017. Es una guerra de subsidios, exenciones fiscales y contratos públicos. El mensaje es claro: si producís en mi país y controlás recursos estratégicos, te cubro de beneficios. Si dependés de mi rival, estás solo. El libre mercado ha sido reemplazado por un capitalismo dirigido, un juego de la silla donde las empresas se sientan donde el poder político les ofrece la mejor protección.

Pero hay un tercer elemento, más psicológico si se quiere: la paranoia corporativa. Los CEOs de estas superempresas se han vuelto adictos al control. No confían en sus proveedores, no confían en los gobiernos extranjeros y, a veces, ni siquiera en el clima. Tienen el dinero, el talento y la ambición para construir sus propias fortalezas, y el miedo es su principal arquitecto. Miedo a que una disrupción en un pequeño eslabón de la cadena, en un país lejano, paralice su imperio. Miedo a que un competidor logre un avance tecnológico porque controla un componente que ellos no. Por eso se blindan, creando ecosistemas cerrados donde cada pieza del rompecabezas les pertenece. Es una estrategia defensiva que, por su escala, se convierte en una ofensiva brutal contra cualquier competidor que no pueda replicar ese nivel de integración.

Esta nueva realidad, que parece lejana, nos pega de lleno. Argentina, con sus vastos recursos en litio, gas o agroindustria, se encuentra en el centro de esta disputa. Las grandes corporaciones globales no vendrán a instalar "fábricas de ensamblaje" como en los 90. Vendrán a buscar el control de la materia prima desde su origen. La pregunta para nosotros no es si vendrán, sino en qué condiciones. ¿Seremos meros proveedores de recursos para las fortalezas de otros, o tendremos la capacidad de generar nuestras propias cadenas de valor integradas?

El riesgo final de este modelo, y la historia nos lo advierte, es letal. A principios del siglo XX, la consolidación de gigantes como US Steel o Standard Oil llevó a un capitalismo más ordenado, pero también más esclerotizado y menos innovador. Cuando una empresa lo controla todo, su incentivo para arriesgar y crear disminuye. Su principal objetivo pasa a ser proteger su monopolio, no revolucionar el mercado. La competencia, ese motor desordenado pero vital del progreso, se apaga. Si las nuevas superempresas, en su afán por controlar cada tornillo, ahogan la capacidad de las startups y las pymes para desafiarlas con ideas nuevas, el remedio de la integración vertical podría terminar siendo peor que la enfermedad de la incertidumbre. Estaremos en un mundo más predecible, sí, pero también más estancado y, a la larga, más frágil.

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